martes, 20 de diciembre de 2011

Y les dibujé un mundo, sólo con palabras

                Alguien me dijo un día que Moraima y Breogán eran los nombres perfectos para una historia. Yo no supe creerle. Hasta que un día Moraima se escapó sin pedir permiso de entre mis dedos y tomó consistencia sobre el papel. Y era morena, y preciosa. Y como rezaba su nombre, tenía los rasgos dulces y afilados, árabes.  Un día me dijo que se sentía sola, y en un homenaje a mi amigo, el que dibuja nombres, creé a Breogán. Le dije al folio que tenía que ser rubio, de ojos azules, de piel gastada y con las manos curtidas. Era celta, sacado de un pasado orgulloso, y sabía cantar cuando, en las noches de luna, apretaba el frío.

                Y así, una reina de Taifas y un guerrero celta, una mora y un gallego, el sur y el norte, se enamoraron. Y ella le enseñó el secreto de las Mil y una noches, y él le contó que en su tierra rara vez dejaba de llover. Qué triste, dijo ella, imaginando un país sin luz. Es el cielo, que llora amores que nunca se cumplieron.

                Y pasaron los días y les dibujé con palabras todo un mundo para ellos dos, y por las noches, cuando me invadía esa nostalgia que a veces ataca sin preguntar, me sentaba a ver cómo sus vidas fluían. Hablaban y hablaban, contándose todo lo que sabían sobre el mundo, absorbiendo las palabras y las historias, bebiendo con ojos ávidos cada respiración y cada gesto. Sólo cuando se les acababan las palabras se besaban, largo y tendido, olvidándose de mí.

                Un día se me acabó la tinta del bolígrafo mientras Moraima susurraba su primer te quiero. Me desesperé, rasgando papeles con tintas ya gastadas hasta que encontré un lápiz para volver a escribir. Pero ellos ya no estaban. Busqué y busqué, pero Moraima y Breogán, el Sur y el Norte, habían desaparecido tan rápido como, un día, invadieron mi vida. 

lunes, 12 de diciembre de 2011

Si me sacas a bailar...

     El 12 de Junio de 1928, durante las fiestas de San Antonio, Pedro de Paulo sacó a bailar a Carmina, la hija de la costurera. Ella apenas tenía 16 años y él ya había cumplido los 21. Eran los dos jóvenes apuestos pero tímidos, que nunca habían ido a la escuela, y que eran tan ignorantes como puros y dulces. Él, el menor de cinco hermanos, estaba aprendiendo el oficio de zapatero. Ella llevaba enhebrando agujas desde que tenía uso de razón. Aquel día Carmina esperaba sentada en el banco, al lado de su madre, a que algún muchacho la sacara a bailar, y de paso, la librara del aburrimiento. Cuando él se acercó escondiéndose bajo la gorra y le pidió en un susurro que “bailara una pieza”, ella se levantó rápida y dirigió una mirada cómplice a su hermana mayor, mientras rehuía la mirada de su madre. Su canción fue un pasodoble de aquellos lentos que se bailaban “pegados” y los dos disfrutaron los minutos que les estaban robando al mundo. Era la primera vez que Carmina tenía tan cerca la piel de otro joven, y el olor a hierba seca y jabón casero la inundó de a poco mientras bailaba casi ingrávida, flotando sobre el suelo. Algún mechón de pelo se asomaba por debajo del paño y rozaba las manos de Pedro. Sólo la madre de la joven alcanzó a ver, con la vista aguzada, cómo él apretaba un poco más de lo normal a la muchacha contra su cuerpo, para sentir más veces el roce de aquellos mechones huidizos. Compartieron unas cuantas palabras, sobre las cosechas, el buen tiempo, la siguiente romería… Cuando acabó el baile ambos se miraron, sonrojados. Ella sonreía y él se atrevía a mirarla casi a hurtadillas, compartiendo unos segundos de un amor que ni ellos mismos entendían. Se separaron y él le dijo un “hasta luego” suavecito.

    Se cruzaron varias veces en el pueblo, pero ninguno dijo nada. Ella era una muchacha decente, y en aquella época, las mujeres esperaban a que ellos las fueran a buscar. Él tenía miedo del rechazo o de una mala cara, y se contentaba con ver cómo ella pasaba todos los días por delante de la zapatería, llevando cestos de ropa para remendar, de aquí para allá. Lo que él no sabía era que muchos cestos iban vacíos y que Carmina sólo buscaba una excusa para verlo entre las maderas de la puerta vieja de aquella casa.

    Al año siguiente volvieron a bailar e intercambiaron esta vez más palabras, sobre el futuro, la pobreza, los sueños… pero ninguna sobre aquel cariño que sentían. Sobre aquel amor que sin haber nacido los desvelaba cada noche.

    Siguieron bailando durante años en cada fiesta, hasta que ella ya no tuvo edad para mover las piernas como antes lo hacía y él tuvo que emigrar a las Américas.  Ella envejeció sola, rechazando a cualquier otro amor, buscando excusas delante de su madre. Es pobre, no tiene futuro, tiene la cara muy ancha, los brazos muy cortos, el corazón de piedra. Cuando murió su madre, heredó una pequeña casita y las labores de costurera, y se recluyó a una vida a oscuras, en la que su única vista era el ojo de la aguja.

    Un día llegó la noticia de que Pedro de Paulo, el menor de cinco hermanos, hijo del zapatero, acababa de morir allá en Caracas, donde había vivido los últimos años. Moría sólo, hermoso y tímido, y llamando entre delirios a una mujer con pies de gorrión y alma de costurera. Al día siguiente, ella dejó su dedal.



    Cuarenta años después, otro lugar, otra época, una muchacha de piel pálida se preguntaba si no sería ella la que tenía que sacarlo a bailar. 

miércoles, 30 de noviembre de 2011

El mundo se quedó en silencio

     El mundo se quedó en silencio y ella, que se creía invencible, se sintió desfallecer. Cayó derrumbada sobre la nieve y sintió todas las miradas que se clavaban en su piel. Oyó susurros y el roce de las telas al moverse, pero nadie se acercó a ayudarla. Pudo ver a través de sus párpados entrecerrados la muchedumbre que se alejaba poco a poco. Le tenían miedo. Y asco. Y entre todos los allí presentes sólo alcanzó a ver un atisbo de lástima en la mirada del más joven. Él le clavaba los ojos bebiéndose todo su sufrimiento, observando cada mínimo detalle, y al igual que era capaz de percibir toda su perdición, también percibió el dolor. Ese dolor tan profundo que la había invadido cuando, de repente, la banda sonora de su vida se apagó. El muchacho se acercó y se arrodilló ante ella. Alargó la mano y acarició su piel pálida y fría, y dejó que sus dedos se enredaran en aquel cabello negro, casi azulado.

- Te estás… apagando…

Ella esbozó una sonrisa. Lo sabía. Sentía cómo la vida se le escapaba entre los dedos y se fundía con la nieve.

- Ellos… no les gustas. Les das miedo. Tu piel tan clara, casi transparente. Y esa forma que tienes de mirarnos.

    Ella sacó las fuerzas de donde no las había y le clavó los ojos avioletados. Él retrocedió. ¿Ésta forma de mirar? El muchacho afirmó, acobardado. Entonces ella suavizó la mirada y volvió a sonreírle. Quizá sois vosotros los que no sabéis mirar… Lo dijo casi en un susurro. Las palabras ya no querían salir de su boca, y el vacío se hacía más grande. Ese vacío que la había invadido justo antes de desplomarse. La sensación de que el mundo había muerto, de que algo dentro de ella se había apagado. Un vacío que la hacía sentirse inerte, y que le había quitado hasta el frío que siempre la envolvía. Era como… como si de repente, que ella existiese sobre la faz de la tierra hubiese perdido todo el sentido.

A miles de kilómetros, un piano había dejado de sonar. 

viernes, 25 de noviembre de 2011

Una tarde con Shion

- Lo que más me fascina de ti es esa capacidad que tienes de “enamorarte”, de sentirte fascinado por alguien, tanto en el ámbito físico como en el intelectual, de ensalzar a una persona a una categoría de “semi-dios”. Da la sensación de que es una lucha personal por encontrar un amor que finalmente tú mismo rechazas. Las ansias de condensar en un momento de locura el dolor de algo más duradero.
- Exacto, esas personas especiales. Los unicornios. 
- Perlas, se les llama perlas. Esas personas especiales que sólo surgen alguna vez en la vida y que nos dejan un recuerdo infinito. 
- Mi sueño es encontrar a una hecha para mí y ser feliz hasta el delirio. 
- Mis recuerdos con banda sonora…
- Puesto que una vida sin amor, ya sabes…
- Pero tu problema es que tú mismo escapas! Buscas y buscas, y cuando encuentras algo, te da miedo que no sea perfecto, que no sea lo que buscas, empiezas a encontrar defectos, debilidades… Minas tu propia felicidad. Y que lo haga yo, que soy un desastre interior… lo entiendo, ¿Pero tú? Deberías ir parando.
- Lo paso en grande así. Y mientras no encuentro mi media naranja… voy comiendo mandarinas. Y sí, puede que ella me pareciera tan perfecta que dijera… vete. No toques ese cristal perfecto, quizá rompa.
- Tienes miedo. Un miedo atroz. 
- No siempre. Tengo corazón después de todo. Miedo, ninguno. Puedo tener miedo a equivocarme, a ser rechazado. Pero ¿a querer? Nunca.






*Este texto salió de una de esas maravillosas conversaciones con mi "espejo roto", el señorito Shion. ¿Cuándo aprenderemos a callarnos? Aunque, si de esas charlas infinitas sale esto, eso significa que merecen la pena. 

lunes, 21 de noviembre de 2011

Que soy fría...

Que soy fría. Que oculto mis sentimientos bajo historias de ficción. Que le tengo tanto miedo a enamorarme como a que se enamoren de mí, y que cuando tengo la felicidad delante le cierro la puerta, no vaya a ser que entre. También dicen que tengo cara de niña y carácter de mujer. Y sobre todo, que no me callo ni debajo del agua. Que ahogo los silencios con palabras porque me aterrorizan. Y alguna vez también he oído que soy frágil y sincera, o que miento y soy más dura de lo que parezco. Lo irónico es que nada es mentira, pero tampoco puedo decir que sean verdades. Le tengo un miedo, un miedo atroz, a enamorarme, pero lo hago constantemente, de cada palabra y de cada gesto, de cada sonrisa que merece la pena. Huyo de la posible felicidad, pero sólo porque si entra por mi puerta sé que algún día tendrá que marcharse, y prefiero dejarla fuera hasta que tenga un método infalible para no dejarla ir. Tengo cara de niña y carácter de mujer, pero a veces mis ojos se disfrazan de mujer y mi alma prefiere seguir siendo inocente. Soy dura, y soy frágil, me rompo muchas veces pero sé recomponerme, el problema es que alguna vez el pegamento no es tan fuerte como debería. Y hablo, hablo y hablo. No es porque pretenda apagar el silencio. Me gusta la ausencia de palabras cuando están presentes otras cosas, como esas sonrisas tontas que a veces me surgen de los labios sin poder atraparlas. Lo que me da miedo son los silencios sin sentido, y además, tengo cientos de palabras dispuestas a escaparse de mi boca cada dos por tres, porque ya no tienen espacio en mis pensamientos, de tantos que hay. Y, por favor, ¿fría? ¿Fría yo que me derrito con una caricia y me callo con un beso? ¿Fría? Si en cada sonrisa sé inventarme un sueño… Lo que pasa es que, de tanto hacer teatro, una aprende a disimular…


Y al final del día, echarte de menos.

jueves, 17 de noviembre de 2011

Peter Pan

Se negaba a escribir sobre nada que no fuera el amor. Llenaba hojas y hojas de descripciones de los ojos más bellos del mundo, las fragancias más embriagadoras y las pieles más sensuales. De leerlo, casi aprendí de memoria la forma de latir de su corazón. Cuántas veces discutimos sus motivos... Él me echaba en cara que era joven, que ya maduraría, y yo le reprochaba que quisiera ser Peter Pan. Mantenerse en esa juventud eterna, ajeno a la realidad. Se reía y me hablaba con el cariño propio de un amigo, de un hermano y de un amante. Yo sabía que era orgulloso y además, aunque él no lo supiera, leía las palabras ocultas entre sus frases. Me dolía encontrar entre palabras tan cálidas aquella soledad tan fría. Por eso cada vez que los demás se maravillaban con sus versos en prosa, yo me moría un poco de pena. Y se lo decía. En cada historia que escribes, le dije una vez, buscas la felicidad infinita. La perfección. Lo bucólico e irreal. Y en la vida haces lo mismo. Buscas un amor tan perfecto que no existe. Te contentas con autoconvencerte, en cada beso de mujer, de que ése será el definitivo. Y lo idealizas, y te ciegas, y luego tú mismo, ante esa cárcel de perfección que has creado, decides huir. Tienes tanto miedo, tanto miedo a ser feliz, que creas y destruyes una nueva vida en cada amor. Tú pones la primera palabra de cada verso porque así tienes en tus manos el punto y final.

Y sé que se rió, pensando en lo inocente que yo era...

miércoles, 16 de noviembre de 2011

Mayo del 43

               Yo tenía 4 años cuando Israel se fue para no volver aquel Mayo del 43. Se despidió primero de mi osito de peluche, y casi pude ver como el Señor Glotón le guiñaba aquel ojo de trapo oscuro. Ahora, volviendo la vista atrás, me pregunto si fue verdad aquello que vi. Y debió serlo, porque sonriendo, Israel le devolvió el guiño y le rascó la panza. Luego se acuclilló y me cogió entre sus brazos. Yo lloraba. Todavía no sabía por qué. Dejé que el calor de su abrazo me envolviera y disfruté del tacto áspero de sus manos obreras cuando sus dedos corrieron a despeinarme. No te preocupes, sólo me voy de vacaciones, y prometo traerte un regalo cuando vuelva. ¿Tardarás mucho? Israel me besó en la frente y se giró, para que yo no viera que también él lloraba.
                Cuando cumplí los 20 todavía recordaba sus manos. La piel agrietada por el sol y los dedos gastados. Ellas habían sido el amor de mi infancia. Era curioso cómo recordaba cada centímetro de las manos de aquel cantero que luego se haría soldado y, sin embargo, no podía recordar su voz. Desde que se marchó las cartas no llegaron, y con el tiempo todos aceptamos que él también había perdido, en una guerra que no era la suya. Fui creciendo, y un buen día, decidí estudiar para ser enfermera. De pequeña siempre le había curado a él las heridas. Hacía brebajes mágicos de barro cuando se cortaba y de vez en cuando lo acunaba entre mis brazos diminutos. Entre recuerdos y trabajos acabé los estudios y empecé las prácticas en un hospital psiquiátrico. Aquí, me decía mi tutora, viven los que ya no tienen alma ni sueños. Y me susurraba pidiendo silencio, cuando los sin-sueños alargaban sus manos desde detrás de las puertas, como pidiendo una salida. Y entonces vi aquellas manos, resignadas sobre la reja, tarareando con los dedos alguna vieja canción, y más allá unos ojos que habían perdido toda su luz…

jueves, 10 de noviembre de 2011

Los dedos cansados

Ya se hace de noche a las 7… ¿Qué adelantas sabiendo mi nombre? Cada noche tengo uno distinto… Sabina le canta con la voz marchita y la invita a champán. Y ella, cansada, se deja llevar… Peor para el sol… Sí, peor para él que se esconde antes de tiempo. Cierra los ojos y recuerda cómo él le besó hasta la sombra mientras ella hacía un desfile de moda en ropa interior. Debería haberle hecho caso al cantante cuando dijo que, aunque no hay nada prohibido, no vayas a enamorarte. Hay caprichos que una dama no debe tener. Siente frío en las manos y observa las uñas pintadas de furcia barata que dibujan palabras sobre una mesa vacía. Se mira con tristeza los dedos cansados que algún día dibujaron sobre su piel y que ahora se conforman con buscarse debajo de las sábanas. Cuando suenan las últimas notas de aquella canción se le va la fuerza y sólo la recupera cuando una nueva empieza a sonar. Y se dice con cada acorde de guitarra que quizá es hora de dejar los whiskys por la mañana y volver al café. Quizá es hora, cariño, de regresar al tiempo en el que aún no había empezado a ceder. Pero era tan difícil dejar las medias negras y volver a las faldas largas… Tan difícil como que al día siguiente el sol se pusiera a las diez…

miércoles, 9 de noviembre de 2011

Soledad

Soledad camina entre la gente sin mirar a los lados. Con la vista fija en las baldosas de la acera y los hombros ligeramente caídos, aunque no tiene ningún peso que llevar sobre ellos. No tiene maleta, ni nada que se le parezca, y tampoco tiene un rumbo. Se dedica a vagar de un lado para otro, viendo cómo la miran, a veces con tristeza, a veces con desprecio, a veces condescendientes. Ella ya hace mucho tiempo que ha dejado de devolverles las miradas. ¿Para qué? Sólo mira al suelo, sonríe en una mueca y sigue su paso lento, desconsolado. A su espalda, invisible, un saco de ilusiones muertas. 

lunes, 7 de noviembre de 2011

Charlotte

Cuando Charlotte entró por la puerta el mundo se detuvo. Tic, tac. Sonaba un reloj a lo lejos. Las paredes seguían desnudas y ella quiso vestirlas con la mirada. Pero no podía, porque sus ojos también estaban desnudos. Ya no había en ellos aquel manto cálido. Los cerró despacio y sintió como todas las miradas se posaban en su piel pálida. Allí estaba, vacía, expuesta, delante de un mundo que se había parado para recibirla. O quizá no. Quizá sólo la observaban porque era molesta y distinta. Sintió frío.

La joven, vestida de blanco, permanecía de pie en la puerta. Era pálida y sin embargo, tenía el cabello muy oscuro. Había conseguido distinguir, en los pocos segundos en que los mantuvo abiertos, unos ojos azules, avioletados. Sus manos delgadas y frágiles se tapaban la una a la otra, en una lucha inútil por ocultarse de alguna manera. Me pareció tremendamente bella. Sin embargo el resto de los presentes en la sala la miraban con odio condenándola sin conocerla, por ser diferente. Por eso no me extrañó cuando, con un grito, ella salió huyendo por la puerta hacia el exterior nevado.

miércoles, 2 de noviembre de 2011

Ferreiro

Me saludó desde fuera del coche levantando ligeramente la gorra desgastada de alguna marca que ya no existe. Cuando frenamos el coche tosió y miró al suelo, posiblemente deseando por un momento que aquello fuera asfalto y no un camino viejo de tierra seca. Está más ajado. Lo recordaba más joven, un hombre fuerte y callado. Y de repente me encuentro con una cara llena de arrugas, los párpados caídos y la mirada cansada. Lleva puesto un jersey viejo de cuadros, de un color que ya no se puede distinguir y de repente me doy cuenta de la edad que tiene. De que ya no es un niño, ni un joven, ni un hombre. Es una pequeña sombra de lo que fue. Por un segundo la casa de piedra que está a sus espaldas se me define más en el horizonte. Me doy cuenta de las ventanas llenas de polvo, el pasillo oscuro que se adivina detrás de la puerta entrecerrada de madera y de lo vacío que parece todo. Me acuerdo de que vive sólo porque de joven no consiguió pareja, y porque en las pequeñas aldeas encontrar a alguien después de los 30 es una odisea. Mientras lo estudio él habla con mi padre. Sólo oigo pequeños fragmentos de la conversación. El martes… venid a verme… la forja encendida… Su forja, ese gran amor. Un pequeño hueco de piedra y brasas en el que ha pasado toda su vida. Se me hace mágico, y triste, y nostálgico y bello. Cuando el coche arranca y me despido intentando sonreír no puedo evitar preguntarme cómo será su vida. Su día a día. Si conseguirá arroparse sólo por las noches. “O Ferreiro” le llaman. Me doy la vuelta. Él se ha quedado sentado en un muro de piedra, observando una aldea en la que ya sólo vive él, resistiéndose a abandonarla. Recordando toda la vida que hubo, todo lo que fue muriendo. Y lo veo sólo y triste. Y bello.

A todos los “Ferreiros” que aún habitan en las pequeñas aldeas abandonadas en el rural gallego. Porque son un resquicio del pasado, bello y triste, que nunca debería desaparecer. Porque son la única forma de recordarme, cada vez que paso por las puertas semiabiertas de sus casas, que alguna vez aquí hubo una vida, una historia y una cultura.
Por arrancarme una lágrima.

miércoles, 26 de octubre de 2011

El día que Isaia decidió robar el mundo

Hoy voy a dejar un poco de lado mi “estilo” al escribir. Me gustaría pensar que me he inspirado en la narración de Amelie, en los cuentos infantiles, en la ensoñación de la película del Mago de Oz, la escrita de Crónica de una muerte anunciada o la adjetivación y el colorido de los poemas de Rubén Darío. De ahí partí. Ahora, de lo que haya salido, no me hago responsable. Espero que os guste.
*El significado del texto va a la libre interpretación del lector. Espero haberme explicado lo suficiente como para que más de uno entienda todas las ideas que se me pasaron por esta bulliciosa cabecita cuando lo escribí.


El día en que Isaia decidió robar el mundo había amanecido nublado. Además, de la cocina subía el olor a galletas de jengibre- se pirraba por aquellas galletas- que su abuela, con un delantal de estrellas de mar, acababa de preparar. Comió una aún caliente y salió al camino de ladrillos rojos volando sobre su bicicleta amarilla y oxidada, y soñando con lo bonito que sería comprarse un gran coche tirado por caballos.
Cuando llegó a la escuela ya no había nadie en el patio y 20 pares de ojos castaños lo observaban. Algunos estaban celosos, otros enfadados, otros sorprendidos. Al darse cuenta de que llegaba tarde sintió miedo de la regañina, y como cualquiera haría delante de un tigre- el cabello pajizo de la Srta. Davis y sus grandes bigotes no recordaban a otra cosa- Isaia huyó. Pedaleó hasta que los pies le ardían en aquellos zapatos demasiado pequeños.
Cuando ya no pudo más paró y se tiró al borde del camino. Se quitó los zapatos. Dejó la gorra a un lado y se acostó, con su camisa y sus pantalones ya llenos de tierra, sobre la hierba húmeda. Con las manos se hizo una almohada y durante unos minutos que se hicieron horas y también segundos, sólo observó el cielo y la ladera que cubría el horizonte. El cielo era de un azul eléctrico, pintado sólo por un par de nubes tímidas. El verde de la hierba empezaba a desteñir ladera abajo, huyendo (como él había huido) del otoño.
Sintió como los pulmones se le llenaban de humedad, recuerdos, nostalgia, dudas, belleza y frío. Un pájaro surcó el cielo y Isaia- que nunca había tenido nada- pensó en lo bonito que sería robar el mundo y metérselo en un bolsillo.

Hoy, poesía: Sus labios patriotas

Hoy he leído, en boca de otra persona,
la frase más bella y más sincera, que siempre llega tarde,
decía mi niña Estela, con el alma dolida
“y mis labios, patriotas de ti, solo quieren besarte”.
Sus labios patriotas de una piel que perdió su bandera.
Sus labios que sólo besan su ausencia.
Sus labios, aún niños, inocentes y experimentados.
Patriotas, que pertenecen, que nacen, que luchan.
Me gustó su frase, las palabras tan claras.
Labios, patria, besos.
Sólo quieren besarla.
Y lo entiendo.


*El texto al que me refiero está en el blog http://carnedeparanoia.blogspot.com/

martes, 18 de octubre de 2011

Inocencia

- Cállate.
- ¿Has visto el color de esa mariposa?
Rubén miró con ternura sus alas y se quedó fascinado por todos aquellos colores. Parecía que, a cada destello de luz, iban cambiando, transformándose, creando una vorágine de luces y sombras. Ella, mientras, miraba hacia otro lado. Nunca se había interesado por sus tonterías. Rubén volvió a apremiarla para que se girara hacia él. Le tiró de la manga de la chaqueta con la mano derecha, mientras se frotaba insistentemente la cara con la izquierda.
- Mira, mira.
Antes de que se diera cuenta notó el ardor en la cara, cuando ella estiró la mano y le dirigió una bofetada. Notó un par de lágrimas que pugnaban por salir de sus ojos. Notó cómo allí dentro de su corazón los sentimientos chocaban y luchaban por imponerse. Rabia, dolor, tristeza, impotencia, cansancio, resignación. La miró con ojos de cordero degollado. Con lo que yo te quiero… Porque a pesar de todo aquello, su inocencia, pura y dulce, seguía impulsándolo a mirarla con cariño.
Cuando se dio la vuelta, la mariposa ya no estaba allí.

jueves, 13 de octubre de 2011

Llora cada vez que la toco...

Ana llora cada vez que la toco. Se desliza, en silencio, debajo de mis manos y me rehuye despacito, mientras alguna lágrima se escurre por su mejilla. No se atreve a mirarme y yo tampoco la miro. Hace mucho que nos dimos cuenta de que eso no va a cambiar. Entonces nos callamos, nos sentimos incómodos, nos ponemos el pijama y nos deslizamos debajo de las mantas, sin tocarnos, dejando los suficientes centímetros entre nosotros como para sentirnos a salvo. A veces, después de unos minutos en silencio, se atreve a hablarme. Me susurra desde debajo de las sábanas y hablamos de cosas sin importancia, del café de media tarde, de los coches que cruzan la carretera. De los grillos, que no paran de cantar. Cerramos los ojos y dejamos que el sueño nos invada, esperando que el día siguiente sea diferente. Pero no. No cambiamos. Tú, no cambias. Te sigue doliendo cada caricia. Y sé que me quieres. De verdad, no hace falta que lo repitas interminablemente, sintiéndote culpable, mirándome con ojos tristes. Lo sé, sé que te importo, y sé que me necesitas tanto como yo. Lo sé porque a mí me pasa lo mismo, y un día sin ti no tendría sentido. También sé que esto es difícil. Lo es para ti, cariño, y lo es para mí. Porque aunque intente disimularlo, tu piel sigue llamándome. Y tú, mientras, te acuerdas a cada segundo de él, que te puso la mano encima, que te llagó, que te hirió más allá de lo que yo puedo ver...Y por eso, cada vez que mis dedos se acercan a ti, te caen las lágrimas. Del dolor, la rabia, de los recuerdos que te ahogan y de impotencia. Y mientras, yo, sólo puedo odiarlo. Sólo puedo maldecir a cada segundo sus manos. Y miro las mías, dolido, y sueño con que fueran azules, verdes… diferentes.

miércoles, 5 de octubre de 2011

SANTIAGO

Cientos de personas pululan por la plaza. Casi todos sacan fotos, y me es difícil escuchar una voz que hable mi lengua, a pesar de que estoy en el centro de mi cultura. Un hombre, sentado en el suelo, escribe una postal, de esas que ahora casi no se ven. Letra cursiva, la piel cuarteada por el sol y el pelo canoso. No sé cómo explicarlo pero desde aquí, viendo la catedral, parece que nos hemos quedado estancados en un siglo pasado. El aire huele a piedra, a humedad, a nuevos recuerdos, idas y venidas. Una gaita suena a lo lejos. No hace falta más. Será por la lluvia interminable y triste, por la piedra que lo inunda todo o por el espíritu de una ciudad que nunca duerme, abierta al mundo, invadida por extraños y aún así única, fiel, antigua. Será por los ecos de un pasado eterno, pero Santiago tiene algo especial. Al fondo, una pareja se besa bajo los arcos. Como tantas otras lo habrán hecho.

viernes, 23 de septiembre de 2011

TE QUIERO (versión en castellano del texto anterior. Que conste: el original es en gallego)

Te quiero. Con todas las letras. Te lo digo bajito porque me da miedo. Te lo susurro, de manera casi imperceptible, mientras dejo que escondas tus manos debajo de mi ropa. Noto tus labios apoyados en mi hombro, suavecito, y me reafirmo. Te quiero, te quiero, te quiero… Sonríes. Quien pudiera quedarse eternamente en este segundo… Me miras con la mirada inquieta, tímida, vergonzosa, pícara, inteligente. Me clavas los ojos, tus pupilas casi que azules, y me dices: repítelo. Entonces callo y desvío la mirada, intentando no encontrarme con esos dos faros que me buscan. Por unos instantes, sólo estuviste tú, tú y mis pensamientos. Y ahora me pides que repita, con sinceridad, palabras que sólo me atreví a decirle a tu piel tibia. Palabras que creía que no oías. No me dejas huir porque ya empiezas a conocer el percal, y sabes que tan rápido como vine me voy, y me giras con suavidad hacia ti. Te quiero. Esta vez eres tú el que lo susurra, pero totalmente consciente de que te escucho, de que no puedo evadirme. Mientras tanto, elevas mi mano y me besas en ella. Dejo que tu tacto escurra por mi piel y de repente siento la necesidad de volver a probar tu sabor. Me acerco a ti para darte un beso, y sin dudarlo, me esquivas. No, dímelo. No es una obligación. Sé que me lo estás pidiendo, casi como un favor, como una pequeña muestra de este amor que me cuesta tanto dar y más aún recibir. Por un instante, recuerdo todo. Tus manos corriendo por mis piernas. Mis labios buscando tu respiración. Tus palabras enredándose de a poquito en mis pensamientos. Tu sonrisa cada mañana cuando despierto y veo que me miras. Te quiero.

QUÉROTE (segundo texto en gallego del blog)

Quérote. Con todas as letras. Dígocho baixiño porque me da medo. Susúrrocho, de maneira case imperceptible, mentras deixo que escondas as túas mans debaixo da miña roupa. Noto os teus beizos apoiados no meu hombro, suaviño, e reafírmome. Quérote, quérote, quérote… Sorrís. Quen puidera quedarse eternamente neste segundo… Mírasme co ollar inquedo, tímido, vergonzoso, pícaro, intelixente. Clávasme os ollos, as túas pupilas case que azuis, e disme: repíteo. Daquela calo e desvío a mirada, intentando non toparme con eses dous faros que me buscan. Por uns instantes, só estiveches ti, ti e os meus pensamentos. E agora pídesme que repita, con sinceridade, palabras que só fun quen de decirlle á túa pel, morna. Palabras que creía que non oías. Non me deixas fuxir, porque xa comezas a coñecer o percal, e sabes que tan rápido como viñen marcho, e xírasme con suavidade cara ti. Quérote. Esta vez es ti quen o susurra, pero totalmente consciente de que te escoito, de que non podo evadirme. Mentras tanto, elévasme unha man e bícasme nela. Deixo esvarar o teu tacto pola miña pel e sinto de repente que necesito volver a probar o teu sabor. Achégome a ti para darche un bico e sen dubidalo, esquívasme. Non, dimo. Non é unha obligación. Sei que mo estás pedindo, case como un favor, como unha mostra pequena deste amor que me custa tanto dar e máis aínda recibir. Por un instante, recordo todo. As túas mans correndo polas miñas pernas. Os meus beizos buscando a túa respiración. As túas palabras enredándose de a pouco nos meus pensamentos. O teu sorriso cada mañá, cando esperto e vexo que me miras. Quérote.

viernes, 2 de septiembre de 2011

La sonrisa del amigo

Érase una vez una mujer que no tenía corazón. No sabía desde cuando vivía sin él, sólo era consciente de que un día, al levantarse, había notado un gran vacío en el pecho. Un hueco tan hondo que no era capaz de abarcar con la mano, y que le causaba frío, soledad. Todas las noches salía a buscar su corazón. Se enfundaba en sus mejores galas, cubría las ojeras de desvelo con un poco de maquillaje y ensayaba ante el espejo su mejor sonrisa. Le habían dicho que para encontrar de nuevo a su corazón tenía que encontrar primero el amor. El amor… había oído hablar tantas veces de él! Pero nunca lo había visto. Ya empezaba a creer que era una leyenda urbana. Decían de él que era un bichito pequeñito, escurridizo y complejo, que huía ante las discusiones y se hacía más fuerte en los problemas. También decían de él que conseguía que sintieras mariposas en el estómago, que no durmieras por las noches y que lloraras a veces sin sentido. Había oído incluso que se escondía en los ojos del amante y en la sonrisa del amigo. Ella nunca había sido capaz de comprenderlo. Todas aquellas frases no tenían sentido para ella. ¿Quién querría algo que te hiciera llorar y no dormir? ¿Quién buscaría incansablemente aquello, recorriendo el mundo para encontrarlo? No lo entendía. Sin embargo, sí sabía que le hacía falta si quería encontrar su corazón. Y aquello era algo que ella quería con todas sus fuerzas. Le costaba cada vez más respirar, porque el aire frío que entraba en aquel vacío le segaba los pulmones, y por las noches notaba que, a su lado, en la cama, había un hueco que quería ser llenado. A veces, vagamente, recordaba días en los que su pecho aún estaba completo. Aquella calidez…
Aquella noche salió de nuevo a buscar. Por el camino, casi sin querer, se topó con una sonrisa que la hizo iluminarse, con unas manos que la acariciaron y una boca que le contó cosas que nunca había oído. Se dejó llevar y pasó la noche en vela, entre susurros y la luz tenue de una lámpara. Era tan atento… Ella, que venía de una sociedad en la que la noche servía de buffet libre, una sociedad en la que los hombres buscaban placer a cambio de la nada y prometían la luna para luego regalar silencios, ella que estaba acostumbrada a buscar el amor y encontrar el deseo, se encontró con algo que no esperaba. Cuando llegó el amanecer se descubrió mirándole a los ojos. Él le sonreía, y le hablaba, despacito, de su vida y de sus problemas, de sus sueños y de sus complejos. Ella lo escuchaba atenta, agradecida de que le estuviera regalando aquel pedacito de su vida. Llevaban horas juntos, en la oscuridad, y por primera vez no se sentía desnuda… no se sentía desprotegida ni forzada, como había pasado siempre. Él había respetado cada paso que ella había avanzado y cada paso que había dado marcha atrás. Le había pedido permiso para acariciarla y para besarla, para caminar por su piel. Y en cada momento la había mirado y se había preocupado por lo que ella sentía, por lo que ella pensaba. Lo miró a los ojos y de repente, lo vio, ahí en el fondo. No podía ser. No, no era posible, pero se parecía tanto… Se parecía tanto al amor…

Polvo blanco

- Soy el único que queda vivo de todos mis amigos.
Tiene poco más de cuarenta años y una hija a la que su madre no le permite visitarlo. Pregunta cada dos por tres cuando van a aparecer las enfermeras con su medicación. Es el mono, me dice. Lo miro y afirmo. Después de cuatro días compartiendo habitación de hospital ya empiezo a entenderlo.
Tengo miedo. Llega un momento en el que él ya no es él. Las drogas, o mejor dicho, la falta de ellas, lo hace desvariar, hablar a voces y transformarse en un ser desesperado, sin apenas voluntad. Una enfermera de bata blanca, ese blanco hospital que tan poco me gusta y que me veo obligada a ver constantemente en este refinamiento al que he sido condenada, entra por la puerta. Mientras pienso en el maldito virus que me ha dejado encamada temporalmente, los efectos de su medicación empiezan a notarse. Poco a poco, en un proceso mucho más lento que el inverso. Entonces ya no siento miedo. Por lo menos, no de él. En ese momento lo que siento es dolor, lástima, compasión, ira, frustración… porque Eloi, ya recuperado, empieza a hablar conmigo. me cuenta su vida, cómo cayó en el “sueño blanco” y cómo éste se fue adueñando de todos y cada uno de sus días. Cómo la cocaína destrozó su vida desde los pilares. Es totalmente consciente de que es él también el que la ha arruinado. Y se le nota, sobre todo, cuando me habla de su hija. Nueve años, me dice, nueve años y es una campeona jugando al ajedrez. Se siente orgulloso. Entonces llora, aunque tuerce la cara para que yo no lo vea. Porque cuanto más orgulloso se siente de ella más vergüenza siente por sí mismo, por eso en lo que se ha convertido. Por esa silueta que ya no puede seguir adelante si no le proporcionan de vez en cuando un sustitutivo de la droga que lo atrapó.
Una sombra de lo que era. Un esclavo del polvo blanco.

La multitud aplaude

Quiere que acabe cuanto antes. El dolor, el miedo, la humillación. Toda esa gente observándolo, mientras sufre una nueva estocada, o un nuevo golpe. Tiene los sentidos aturdidos y se gira, huye, ataca… cegado por la rabia y por la impotencia… Él, que se creía tan poderoso, ahora es débil, poco más que un niño asustado. Siente los músculos agarrotados por el temor y la sangre que se resbala por su espalda, y que le llena la boca, amargándole los pocos segundos que tiene de vida. Mientras, a su alrededor, todos se ríen.
Un esclavo que ha violado las leyes y ha robado a su patrón, en medio de un Circo romano, deja caer una lágrima y se acuclilla, esperando otra vez sentir el ataque de un león. Un campesino recién casado que se ha negado a cederle a su Señor el derecho de pernada, se deja caer en el suelo mientras éste desenvaina nuevamente la espada delante de una turbamulta que nada puede hacer ante leyes injustas. Un soldado apresado por el bando contrario en una guerra que no es la suya yace, atado, en una silla, mientras otros militares desahogan su frustración en él, llenándole el cuerpo de llagas. Un niño se hace un ovillo en el suelo y llora, esperando que sus compañeros, con un móvil que lo graba todo en la mano, terminen con esta tortura. El indefenso contra el poderoso. La multitud contra un inocente.
Embiste una vez más al aire, tratando de defenderse, inútilmente, de esos dardos que se le clavan en todo el cuerpo, hiriéndolo. Llora aunque nadie lo ve. Delante de sus ojos, sólo distingue ya una gran tela roja y la figura de un hombre que, en un último esfuerzo, lo abate con una nueva banderilla. Mientras, la multitud aplaude.

domingo, 31 de julio de 2011

Malabares

Más de cuatro años después volvemos a conocernos. Te cuento quién soy, qué hago, en qué paso mi tiempo libre, y tú haces lo mismo. De pie, frente a frente, hablamos hasta desnudar quienes somos, esquivando a veces la mirada del otro, con la misma sonrisa tonta que aquella primera vez. Por lo menos por mi parte. No nos estamos poniendo al día, no es un reencuentro de viejos amigos. Es conocerse de nuevo, porque ambos hemos cambiado, somos personas diferentes. Yo ya no soy aquella niña. Y si lo soy, por lo menos he perdido el miedo a crecer. Y tú… bueno, tú sigues igual, pero más maduro, más lógico, más lejos. Sonrío mientras te escucho hablar, con la misma verborrea imparable, y me siento algo nerviosa. Hace dos años que no te veía, y antes de eso, llevaba casi otros dos también sin verte. Y cada vez que coincidimos estás diferente.
- Estás mucho más guapo así, moreno, y con barbita.
- ¿Guapo? Dejémoslo en que estoy mejor.
- No, en serio, estás muy guapo, no te lo diría si no lo pensase.
Y lo pienso. La verdad es que no sé por qué. No sé por qué casi 5 años después de nuestra primera conversación sigo sintiéndome igual de nerviosa cuando estoy contigo. Sonrío, me aparto el pelo de la cara, fingiendo que es sin querer, e intento, por todos los métodos, agradarte, hacerte reír, sentir por un momento que soy… suficiente. Y sí, te veo realmente guapo hoy. Bajito, moreno, quizá un pelín más delgado de lo que deberías, vestido con ropa deportiva, los ojos algo hundidos… No eres, ni nunca has sido, el prototipo de chico que me atrae. Sin embargo, te veo y sí, necesito que me abraces, y a veces me dan ganas de besarte, aunque las haga huir buscándote defectos. Tanto tiempo después… Y es curioso, de aquel sentimiento que me desbordaba cuando estaba contigo, sólo quedan cenizas. Y te veo y se avivan, un poquito, lo suficiente como para sentir un cariño inmenso, una extraña nostalgia y la sensación de que, pase el tiempo que pase, siempre vas a ser alguien especial.

- ¡Ese chico hacía malabares con fuego!
Y los sigues haciendo.

Estrella

Estaba completamente sola, asustada, y apareció ella. Siempre me ha dado miedo la soledad, la sensación de no tener a nadie ahí dispuesto a escucharte. Las tardes de sol que pasas encerrado en casa, con la única compañía de la televisión. Ese pánico es lo que me lleva a ser, quizá, demasiado extrovertida. A hablar con todo el mundo, hacer amistades en todos los lugares y a confiar, la mayoría de las veces de forma equivocada, en un número demasiado alto de gente. Y después de todos mis esfuerzos ahí estaba, de nuevo, sola como el primer día. Ninguna llamada en el móvil, nadie que diera un timbrazo en la puerta de mi casa. Ella estaba tan asustada como yo y me la encontré por casualidad. Después de tanto tiempo sin verla, sin oírla, coincidimos en el mismo vacío y, qué suerte, al mismo tiempo. En el mismo segundo de amargura. Y fue una especie de salvación. Me sacó de casa, me alegró el oído con su voz cantarina y me llevó a bailar bajo la lluvia y a disfrutar del sol de noche. Y a ir de cañas. Y a ver una buena película en el cine. Y a aprovechar el tiempo. Un día, sin querer, me descubrí besándola. No sé cómo pasó, de verdad, simplemente fueron nuestras bocas las que por un momento, decidieron tomar el control de la situación. La miré también con otros ojos. También me observé a mi misma con otros ojos. Me fijé, en que, de repente, ya no tenía miedo. Ya no estaba asustada ni me sentía sola. Estaba allí, aquella estrella consolándome. Quién lo iba a decir, después de tantos años buscando el sol…

Huye

Clac.
Un ruido sordo, seco. Resonaba por toda la habitación el eco de aquel disparo. Si se paraba a escuchar podía sentir también una caída, el sonido de una respiración que se apagaba, cada vez más débil. Observó con los ojos borrosos aquella pared que tenía enfrente. Los zapatos de niño bien que lo esperaban obedientes, al otro lado de la cama. Su traje de chaqueta, que iba a estrenar mañana. Iba. Porque no sabía por qué, intuía que ya no sería así. En el suelo, si torcía un poco la mirada, veía un pequeño charco de color oscuro, rojo, negro… que iba invadiendo el suelo de la habitación. Sonrió. Sentía tanto frío… y tanto alivio. Por fin, todo se acababa. Aquellos segundos se le estaban haciendo eternos.
De repente, la puerta se abrió. Unos pies corrieron hacia él, que ya casi no veía, se agacharon a su lado, y alcanzó a ver aquella cara que, llorando, le suplicaba que volviese, mientras intentaba alzarlo en el aire. Ella no sonreía. Mierda, algo en aquel plan había salido mal.
María…

Impasible

Un oso de peluche gigante la acompaña sentada en un sillón negro. Mira hacia la televisión, el oso, mientras ella lo observa. Parece feliz, dentro de ese suave envoltorio de peluche, mirando constantemente al frente, sin miedo, con una sonrisa en la cara. O más bien en el hocico. Sonríe y se acerca a él, lo acaricia y le susurra algo al oído. “Tienes suerte, cariño, no escuchas, no ves, no sientes”. Le da un beso en el hocico peludo, se levanta del sillón y sale por la puerta, cerrándola a su espalda.
Cuando la puerta se cierra él borra su sonrisa y se desploma, cansado, sobre el sillón. ¿Suerte? Escucho todo lo que me cuentas, y todas las desgracias que grita el televisor. Veo cada segundo de tu vida en tus ojos cansados, y casi nunca es agradable. Y lo siento todo, todo lo que puede sentir un corazón de peluche acostumbrado a ser tu confidente y tu amigo, tu sonrisa cuando te encuentras sola. Y mientras tanto, no puedo moverme. No puedo contestarte cuando me preguntas qué vas a hacer con tu vida y tengo que mantenerme impasible cada noche que te veo tirando tu vida a la basura, esnifando ese sueño blanco que tú crees que te hace más feliz. Y no puedo llorar. No puedo dejar una sola lágrima, al menos cuando tú estás delante, aunque a veces descubras tu sillón empapado por las mañanas y le eches la culpa a una ventana que cierra mal. ¿Suerte?

Inconclusa

Inconclusa. Porque me faltan demasiadas cosas por terminar. Por el miedo a que las cosas se acaben que me hace dejarlo todo a medias, huyendo de los finales y a veces, por tanto, también de los principios. Así que sí, me siento inconclusa, inacabada, incompleta, medio vacía, o, si quieres verlo así, medio llena. También infinita. E incomprensible. Llena de recuerdos y de planes de futuro, de sueños, de cientos de motivos para quejarme del mundo y de otras tantas razones para quedarme callada. Incapaz de abrazarme a los momentos perfectos. Porque si son tan perfectos acaban. ¿Así que para qué empezarlos? Incapaz también de dejar de soñar. Insegura. Tantas cosas a favor y tantas cosas en contra, siempre. Demasiadas palabras que me abruman, que me llenan y me hacen echarlas, a borbotones a veces sin sentido, por una boca que se ha acostumbrado a gritar lo que siente en silencio. Y cuando tengo tiempo, a veces, infeliz. Pero sólo a veces, cuando las miles de cosas que me rodean me dejan cinco minutos para darme cuenta de las miles de cosas que me faltan. Miles de cosas que me reprocho, miles de cosas que realmente no son importantes. ¿Insignificante? No, gracias. Pasar por el mundo dejando huella, supongo que todos lo queremos. Aunque realmente está bien ser anónimo, ser una de esas personas que dejan huellas de verdad, recuerdos y palabras, en los que te rodean. In… in… inevitable. Porque estoy ahí y tengo que convivir conmigo, porque tengo que lidiar a cada segundo con todos esos defectos que me he labrado con cincel a lo largo de todos mis años de existencia, y porque tengo que aceptar cada día todos los errores que he cometido y todos aquellos que sé que cometeré. Incorregible. Porque sí, porque nos equivocamos, lo solucionamos, odiamos, perdonamos… y aprendemos, pero a pesar de todo, nada puede cambiarnos. Sin acabar. En proceso de construcción. Con un pasado escueto y un futuro no escrito. Inconclusa. Y no sabes cuánto me alegro…


Una página en blanco

Trazos. Recuerdos. El eco del vacío

Un trazo borroso sobre ese papel arrugado… Te dibujo otra vez. Como tantas últimamente. No dejo de hacerlo, cada vez que tengo cinco segundos para abrazar el carboncillo con estos dedos que se cansan del vacío táctil que les has dejado. Lo deslizo entre los dedos, áspero, y me recuerda el tacto de tu cara cuando te olvidabas de afeitarte. Lo dejo escurrirse y casi sin mi ayuda, empieza a dibujarte, trazo a trazo. Van naciendo poco a poco sobre el folio cada una de tus facciones y tu cuerpo. Es casi como verte delante de mí, sonriendo, pero desde el folio me miras con la sonrisa cansada, agotado de luchar en una guerra que no es la tuya. Lo sé cariño, hemos librado demasiadas batallas sin motivo. Siempre los dos, con las armas en guardia, esperando a defendernos de unas amenazas que no existían. Siempre luchando el uno contra el otro, buscando inevitablemente un enemigo invisible. Miro al folio, cierro los ojos y me dejo caer sobre la mesa, yo también agotada de todo este tiempo inútil. Desde el espejo me observan mis ojos, dolidos y enfadados. Me miran con odio, reprochándome todo lo que ha pasado y lo que he dejado marchar sin obligarlo a suceder. Sobre mi piel, lisa, cicatrices. Una en el mentón, delicada y fina. Otras me adornan las mejillas y le dan a mi cara un aspecto peculiar, original. Otra me quiebra la ceja, y otra, fugitiva, se escurre de mi mejilla hasta mi cuello, recorriendo el pedazo de piel por el que un día escurriste tus dedos crispados. Otra parte mi boca y, aún sangrante, brilla, pintándome los labios de rojo. Aún ahora me pregunto por qué nadie más puede verlas, si están ahí, tan claras, dando fe de nuestra guerra particular. Pestañeo y vuelvo a mirarme al espejo. Sólo una cara de mujer, aniñada, con la piel lisa, sin vestigios de ninguna lucha, se atreve a sonreírme, triste. Sin embargo, sobre tu pecho desnudo, en el folio hay una mancha de color rojo sangre, justo donde, segundos antes, mis labios se atrevían a besarte.

2,30 para ser exactos

Espero nerviosa a que el semáforo se ponga en verde. Mientras, comparto chistes con mi amiga, que sentada en el asiento del copiloto, hace muecas para hacerme reír. Alguien toca a la ventana. Es uno de esos hombres que se dedican a pedir. Cada día son más, debido a la situación económica y a una sociedad que, supongo, tampoco les ayuda precisamente a seguir adelante. Han inundado los semáforos. Unos se disfrazan de payasos, otros hacen malabares, otros intentan vender pañuelos a cambio de “la voluntad”. Otros, como este, simplemente piden. Y lo hace con gesto de pena. Es moreno, mayor. Los ojos cansados y un bigote ralo que endurece sus rasgos. No está demasiado limpio. Poniendo esa cara de lástima que tanto hemos ensayado le hago un gesto de negación a través del cristal.
Es que si le das a cada uno de los que te pide… Lo decimos las dos casi al mismo tiempo, intentando convencernos. Intentando asegurarnos de que hemos hecho lo correcto. Claro, treinta céntimos a cada uno que pasa sería arruinarse. Sonreímos, como en un gesto de aprobación. Mientras, lo veo alejarse a través del retrovisor, bailando de un coche a otro. No hace falta decir que en todos ellos recibe la misma respuesta.
Cuando miro al frente, el semáforo ya está en verde. Piso el acelerador y arranco despacio. Me fijo en la guantera. Tengo una bolsa de gominolas, que me acabo de comprar. Ni siquiera me van a sentar bien. 2,30€ para ser exactos. Contraigo los labios en un gesto de asco. Quiza sí debería haberle dado esos treinta céntimos…

martes, 12 de julio de 2011

Esas putas ansias...

Tú y tu miedo a estar solo. Yo y mi miedo eterno al compromiso. Y ahora, que curioso, medio año después, yo sólo quiero atarme a ti y tú sólo quieres mantener tu libertad. Tú mismo lo dices, has cambiado. El problema es que me has llevado a mi arrastras.
He perdido mi independencia, parte de mi autoestima y sobre todo, supongo, mucho tiempo. Un día, apenas acababa de conocerte, te dije de broma la fórmula adecuada para engancharme. Y desde entonces, espero que haya sido sin querer, la has aplicado justo de la forma perfecta. Poco a poco fui perdiendo mi miedo a unirme a alguien, empecé a disfrutar cada minuto contigo y a echarte de menos. La putada, querido, es que igual que me necesitabas antes, ahora parece que ya no te hago falta en tu vida. Has pasado de llamarme, de visitarme, y de estar en cada segundo de mi existencia a ignorarme durante semanas, a desaparecer, fríamente, como si nunca hubiera habido más que una relación de amigos distantes. Dicho de otra forma, me acostumbré a una dosis demasiado alta de ti, y ahora parece que me la has quitado de golpe. Me gustaría odiarte. De veras. Y a veces casi lo consigo. Intento recordar todos los pequeños agravios, todas las decepciones, tu frialdad, tu sinceridad excesiva, lo que escondías, lo que escondes, lo que me duele de ti… y casi consigo mirarte con desprecio. Y estos días que no estás, parece que me voy recuperando. El mono ya ha pasado y cada día me cuesta un poco menos evitar la tentación de llamarte. El único problema es que, pese a todo, esas ansias de tenerte cerca siguen ahí. Aunque te enfades, aunque calles y aunque sepa que no te importo. Es una mierda, pero esas putas ansias…

Desde el infierno

Tres meses después revivía de aquel infierno. Más delgada, con los ojos cansados y el gesto sereno. Aún le costaba un poco respirar aquel aire, demasiado puro. Abrió el portal y se asomó al exterior, con pasos cortos y prudentes, como quien se acerca a algo desconocido. Pleno mes de Junio, una tarde soleada. Gracias a Dios había una ligera brisa, sino hubiera sido demasiado, y hubiera vuelto hacia atrás. Lo que más le dolía era aquella claridad que le hería los ojos, atacándola. Una luz que hacía días que no se había atrevido a recibir. Percibió más ruidos de los que había escuchado en meses. Todos juntos, mezclándose, complementándose y luchando por superarse los unos a los otros. Murmullos de aquella pareja que caminaba a lo lejos, la discusión de un par de vecinas en la tienda de al lado, el arrullar de las palomas que se escondían encima del garaje, los coches que pasaban por una calle demasiado transitada para ser tan pequeña y algún que otro sonido que no lograba descifrar. Eran sonidos que unos meses antes no se había parado a escuchar, simplemente estaban allí. Pero ahora, después de todo aquel tiempo encerrada, escondiéndose, todo parecía nuevo. Nuevo y multiplicado, atacando a todos sus sentidos. La brisa también era más fuerte. Los colores parecían más brillantes. Se sentía abrumada y extasiada. Asustada, y a la vez, tan libre… Porque llevaba muchos días allí, escondiéndose, huyendo de algo que la había superado por completo. Había comprendido por primera vez lo que era el sentimiento de un corazón resquebrajándose, partiéndose en miles de pedazos que ya no podían ser pegados de ninguna forma. Si al menos hubiera sido solo odio, pena… pero no. Cada uno de aquellos pedacitos se había desprendido por motivos diferentes. La rabia de haber perdido una inocencia que ya no recuperaría. La frustración por todas aquellas sonrisas que hacía demasiado tiempo que no dedicaba. Aquella sensación de debilidad cuando se había sentido utilizada, cuando la humillaba, cuando le hacía creer que ni su vida merecía la pena. La tristeza por seguir sintiendo un amor tan profundo pese a todo lo que había sucedido, pese a todo lo que le había hecho. Ese sentimiento de asco hacia sí misma, cuando se daba cuenta de aquello en lo que se estaba convirtiendo. Un ser que pasaba por esta vida sin apenas tocarla, conformándose y respirando sólo el aire que otros ya habían utilizado. Una persona que no sabía sentir. El dolor. Y la ira. Una ira que lo arrastraba todo, pero que nunca salía de su cuerpo. No hacía moverse a sus manos. No impulsaba a su boca a gritar. Sólo se quedaba dentro, rompiéndola. Y ahora, después de todos aquellos segundos, de todos aquellos días, semanas, meses, que le habían parecido años, cada pedacito de aquel corazón volvía a su sitio. Se había cansado de huir de sí misma, de esconderse del mundo. Su abuela se habría sentido orgullosa de ella, viéndola sonreír por primera vez en tanto tiempo, con cierta determinación, con orgullo. Era hora de recuperarse a sí misma. Sabía que la fijación de aquellos trocitos de corazón no era permanente, sólo era una unión débil y temporal, pero había que intentarlo. Ya se encargaría la vida de mandarle un buen pegamento.

jueves, 16 de junio de 2011

EL SILENCIO, QUE NO CALLA

Es curioso como duele. Me paro a analizarlo. Ese silencio que parece no callarse nunca. Ese nudo en el estómago. Las miradas furtivas al reloj, que no avanza. El oído atento a una llamada que no suena.
Un pequeño susurro, un movimiento, y el corazón se acelera. Una esperanza que dura apenas lo que tardas en girarte y darte cuenta de que todo sigue igual.
Las horas, a veces, no pasan. Y te quedas, inmóvil, en algún lugar que no conoces. Una especie de vacío en el que falta el aire si no escuchas su respiración. Un presente sin futuro cuando notas su ausencia. Y allí, desde mi inexistencia, espero que la aguja de ese puto reloj avance hacia un mañana igual de monótono.
A veces me gustaría que determinadas preguntas quedasen sin contestar. Es mucho peor si sabes la respuesta.

miércoles, 8 de junio de 2011

Binomio perfecto

Vete.
Lo dijo susurrando. Ella lo miró, sorprendida. ¿De verdad me estás echando? Él casi no abrió la boca cuando le dijo que si ella no se marchaba él acabaría llorando.
A esta noche la precedía un año y medio de amistad. Un tiempo en el que dos conocidos adquirieron una confianza y una complicidad perfecta. A lo largo de todos aquellos meses su relación había ido cambiando. Al principio, intercambiaban palabras típicas. Conversaciones típicas, dichas siempre bajo una máscara de normalidad. Con el paso del tiempo, habían ido desnudando poco a poco sus pensamientos. Ahora, cada uno hablaba con el otro con una confianza absoluta. Ella era, como él decía, multipolar. Hablaba por los codos, no paraba de sonreír, y, cuando estaba con él, aquella confianza daba lugar a una sarta de conversaciones ilógicas en las que ambos disfrutaban. Estando juntos, ella decía exactamente todo aquello que se le pasaba por la cabeza. Él, mientras tanto, solía callar y sonreír. Era un hombre complejo. Silencioso, en un principio algo seco. Tras horas y horas de charlas, había acabado por mostrarse tal y como era. Inteligente, comprensivo, cariñoso. Le gustaba escuchar cuando no tenía nada que decir, y si sí que lo tenía, no empleaba más palabras de las necesarias. Siempre eran las palabras adecuadas.
En aquel momento aquel “vete”, por primera vez, no eran las palabras que ambos necesitaban. O sí. Quizá era mejor acabar cuanto antes con aquel momento. Ella se paró a pensar en todo lo que habían vivido. Él siempre estaba allí para ella. Ella siempre estaba demasiado ocupada. Él aceptaba sus ausencias. Ella aprovechaba cada segundo que pasaba con él. Él la quería con un cariño infinito, y ella había descubierto, sorprendida, que también sentía aquella sensación cálida cuando estaban juntos. Se sentía a salvo, segura, querida. Le inspiraba confianza, respeto, cariño.
Vete. Ella se levantó. Llevaban más de una hora sentados en la acera, mirando a las estrellas. Ella miraba hacia un lado, evitando que sus miradas se cruzasen, porque necesitaba mostrarle su apoyo y demostrarle que era fuerte, y aquellas lágrimas escurriéndose por su cara, fría por la brisa nocturna, no iban a ayudar precisamente. Habían visto pasar un par de satélites, y él se rió cuando ella había dicho que eran estrellas y, sorprendida, había preguntado por qué parpadeaban. Él le contestó como siempre, aportando el toque de cordura a aquel binomio perfecto. Vete. Eran las palabras que los dos llevaban dos horas retrasando, intentando que el tiempo no pasaran. Odio las despedidas, odio el echar de menos, odio la ausencia de una persona, y sobre todo, odio el tiempo y la distancia.
Cuando se alejaba en el coche, guardando la última imagen que iba a tener de él, despidiéndose desde la puerta, dejó que, por primera vez aquel día, se le cayera una lágrima. Por ese último abrazo que los dos, en silencio y evitando decir lo indecible, se habían dado aquella noche de Mayo.

miércoles, 1 de junio de 2011

O meu espello roto

¿Qué tal o día, pendón? Sonrío
Sempre, ou bueno, case sempre, consegue facerme rir. E iso que fai séculos que non oigo a súa voz nin vexo a súa cara máis que en fotos. Xa só nos comunicamos por escrito (benditas tecnoloxías).
Dende que o coñecín non para de sorprenderme. É como verme nun espello roto, xa sabedes, estás ahí reflexado, pero eres lixeiramente diferente. Foi no verán, nas festas da Barca. Fun de mala gana e acabei pasando dous días cheos desas anécdotas que nunca lles contarás aos teus netos. Na tenda de enfrente, a primeira noite, dous pares de ollos cantaban “How wonderful life is…”. Soñadores, románticos empedernidos, cun sorriso na boca e complexo de Peter Pan no bolsillo do pantalón vaqueiro. E sí, un deses pares de ollos era él, o meu pendón favorito. Non deixa de sorprenderme cando mestura un lado infantil, mesmo inocente, con esa aparente seguridade, labia, con ese non sei qué de galán en branco e negro. Supoño que o que máis me gusta é esa teima de falar sen parar que ten o que un día me chamou “pesadelo lingüístico”. A moita honra señor Lorenzo. E supoño que é eso tamén o que mantén esta especie de amizade. Eso e esa semellanza da que xa falei. No meu particular espello roto atopo orgullo, medo ao compromiso, a necesidade imperiosa de falar polos codos mentres haxa cousas que decir, gusto polo imposible e polos retos a superar día a día, un certo medo a crecer que disimulamos baixo esta seguridade aparente e un concepto do romanticismo polo que loitamos e morremos, pero ó que nós mesmos matamos en cada paso atrás ante unha decisión.
Podería dedicarche máis liñas, pero ás veces hai que cribar os pensamentos para deixar de falar por falar e, realmente, decir.
"Eras un pez grande en un estanque pequeño. Esto es el océano y te estás ahogando" Big Fish

Creative Commons License
Este texto se encuentra protegido por la licencia Creative Commons Attribution-NonCommercial-NoDerivs 3.0 Unported License.

.