miércoles, 26 de octubre de 2011

El día que Isaia decidió robar el mundo

Hoy voy a dejar un poco de lado mi “estilo” al escribir. Me gustaría pensar que me he inspirado en la narración de Amelie, en los cuentos infantiles, en la ensoñación de la película del Mago de Oz, la escrita de Crónica de una muerte anunciada o la adjetivación y el colorido de los poemas de Rubén Darío. De ahí partí. Ahora, de lo que haya salido, no me hago responsable. Espero que os guste.
*El significado del texto va a la libre interpretación del lector. Espero haberme explicado lo suficiente como para que más de uno entienda todas las ideas que se me pasaron por esta bulliciosa cabecita cuando lo escribí.


El día en que Isaia decidió robar el mundo había amanecido nublado. Además, de la cocina subía el olor a galletas de jengibre- se pirraba por aquellas galletas- que su abuela, con un delantal de estrellas de mar, acababa de preparar. Comió una aún caliente y salió al camino de ladrillos rojos volando sobre su bicicleta amarilla y oxidada, y soñando con lo bonito que sería comprarse un gran coche tirado por caballos.
Cuando llegó a la escuela ya no había nadie en el patio y 20 pares de ojos castaños lo observaban. Algunos estaban celosos, otros enfadados, otros sorprendidos. Al darse cuenta de que llegaba tarde sintió miedo de la regañina, y como cualquiera haría delante de un tigre- el cabello pajizo de la Srta. Davis y sus grandes bigotes no recordaban a otra cosa- Isaia huyó. Pedaleó hasta que los pies le ardían en aquellos zapatos demasiado pequeños.
Cuando ya no pudo más paró y se tiró al borde del camino. Se quitó los zapatos. Dejó la gorra a un lado y se acostó, con su camisa y sus pantalones ya llenos de tierra, sobre la hierba húmeda. Con las manos se hizo una almohada y durante unos minutos que se hicieron horas y también segundos, sólo observó el cielo y la ladera que cubría el horizonte. El cielo era de un azul eléctrico, pintado sólo por un par de nubes tímidas. El verde de la hierba empezaba a desteñir ladera abajo, huyendo (como él había huido) del otoño.
Sintió como los pulmones se le llenaban de humedad, recuerdos, nostalgia, dudas, belleza y frío. Un pájaro surcó el cielo y Isaia- que nunca había tenido nada- pensó en lo bonito que sería robar el mundo y metérselo en un bolsillo.

Hoy, poesía: Sus labios patriotas

Hoy he leído, en boca de otra persona,
la frase más bella y más sincera, que siempre llega tarde,
decía mi niña Estela, con el alma dolida
“y mis labios, patriotas de ti, solo quieren besarte”.
Sus labios patriotas de una piel que perdió su bandera.
Sus labios que sólo besan su ausencia.
Sus labios, aún niños, inocentes y experimentados.
Patriotas, que pertenecen, que nacen, que luchan.
Me gustó su frase, las palabras tan claras.
Labios, patria, besos.
Sólo quieren besarla.
Y lo entiendo.


*El texto al que me refiero está en el blog http://carnedeparanoia.blogspot.com/

martes, 18 de octubre de 2011

Inocencia

- Cállate.
- ¿Has visto el color de esa mariposa?
Rubén miró con ternura sus alas y se quedó fascinado por todos aquellos colores. Parecía que, a cada destello de luz, iban cambiando, transformándose, creando una vorágine de luces y sombras. Ella, mientras, miraba hacia otro lado. Nunca se había interesado por sus tonterías. Rubén volvió a apremiarla para que se girara hacia él. Le tiró de la manga de la chaqueta con la mano derecha, mientras se frotaba insistentemente la cara con la izquierda.
- Mira, mira.
Antes de que se diera cuenta notó el ardor en la cara, cuando ella estiró la mano y le dirigió una bofetada. Notó un par de lágrimas que pugnaban por salir de sus ojos. Notó cómo allí dentro de su corazón los sentimientos chocaban y luchaban por imponerse. Rabia, dolor, tristeza, impotencia, cansancio, resignación. La miró con ojos de cordero degollado. Con lo que yo te quiero… Porque a pesar de todo aquello, su inocencia, pura y dulce, seguía impulsándolo a mirarla con cariño.
Cuando se dio la vuelta, la mariposa ya no estaba allí.

jueves, 13 de octubre de 2011

Llora cada vez que la toco...

Ana llora cada vez que la toco. Se desliza, en silencio, debajo de mis manos y me rehuye despacito, mientras alguna lágrima se escurre por su mejilla. No se atreve a mirarme y yo tampoco la miro. Hace mucho que nos dimos cuenta de que eso no va a cambiar. Entonces nos callamos, nos sentimos incómodos, nos ponemos el pijama y nos deslizamos debajo de las mantas, sin tocarnos, dejando los suficientes centímetros entre nosotros como para sentirnos a salvo. A veces, después de unos minutos en silencio, se atreve a hablarme. Me susurra desde debajo de las sábanas y hablamos de cosas sin importancia, del café de media tarde, de los coches que cruzan la carretera. De los grillos, que no paran de cantar. Cerramos los ojos y dejamos que el sueño nos invada, esperando que el día siguiente sea diferente. Pero no. No cambiamos. Tú, no cambias. Te sigue doliendo cada caricia. Y sé que me quieres. De verdad, no hace falta que lo repitas interminablemente, sintiéndote culpable, mirándome con ojos tristes. Lo sé, sé que te importo, y sé que me necesitas tanto como yo. Lo sé porque a mí me pasa lo mismo, y un día sin ti no tendría sentido. También sé que esto es difícil. Lo es para ti, cariño, y lo es para mí. Porque aunque intente disimularlo, tu piel sigue llamándome. Y tú, mientras, te acuerdas a cada segundo de él, que te puso la mano encima, que te llagó, que te hirió más allá de lo que yo puedo ver...Y por eso, cada vez que mis dedos se acercan a ti, te caen las lágrimas. Del dolor, la rabia, de los recuerdos que te ahogan y de impotencia. Y mientras, yo, sólo puedo odiarlo. Sólo puedo maldecir a cada segundo sus manos. Y miro las mías, dolido, y sueño con que fueran azules, verdes… diferentes.

miércoles, 5 de octubre de 2011

SANTIAGO

Cientos de personas pululan por la plaza. Casi todos sacan fotos, y me es difícil escuchar una voz que hable mi lengua, a pesar de que estoy en el centro de mi cultura. Un hombre, sentado en el suelo, escribe una postal, de esas que ahora casi no se ven. Letra cursiva, la piel cuarteada por el sol y el pelo canoso. No sé cómo explicarlo pero desde aquí, viendo la catedral, parece que nos hemos quedado estancados en un siglo pasado. El aire huele a piedra, a humedad, a nuevos recuerdos, idas y venidas. Una gaita suena a lo lejos. No hace falta más. Será por la lluvia interminable y triste, por la piedra que lo inunda todo o por el espíritu de una ciudad que nunca duerme, abierta al mundo, invadida por extraños y aún así única, fiel, antigua. Será por los ecos de un pasado eterno, pero Santiago tiene algo especial. Al fondo, una pareja se besa bajo los arcos. Como tantas otras lo habrán hecho.