miércoles, 30 de noviembre de 2011

El mundo se quedó en silencio

     El mundo se quedó en silencio y ella, que se creía invencible, se sintió desfallecer. Cayó derrumbada sobre la nieve y sintió todas las miradas que se clavaban en su piel. Oyó susurros y el roce de las telas al moverse, pero nadie se acercó a ayudarla. Pudo ver a través de sus párpados entrecerrados la muchedumbre que se alejaba poco a poco. Le tenían miedo. Y asco. Y entre todos los allí presentes sólo alcanzó a ver un atisbo de lástima en la mirada del más joven. Él le clavaba los ojos bebiéndose todo su sufrimiento, observando cada mínimo detalle, y al igual que era capaz de percibir toda su perdición, también percibió el dolor. Ese dolor tan profundo que la había invadido cuando, de repente, la banda sonora de su vida se apagó. El muchacho se acercó y se arrodilló ante ella. Alargó la mano y acarició su piel pálida y fría, y dejó que sus dedos se enredaran en aquel cabello negro, casi azulado.

- Te estás… apagando…

Ella esbozó una sonrisa. Lo sabía. Sentía cómo la vida se le escapaba entre los dedos y se fundía con la nieve.

- Ellos… no les gustas. Les das miedo. Tu piel tan clara, casi transparente. Y esa forma que tienes de mirarnos.

    Ella sacó las fuerzas de donde no las había y le clavó los ojos avioletados. Él retrocedió. ¿Ésta forma de mirar? El muchacho afirmó, acobardado. Entonces ella suavizó la mirada y volvió a sonreírle. Quizá sois vosotros los que no sabéis mirar… Lo dijo casi en un susurro. Las palabras ya no querían salir de su boca, y el vacío se hacía más grande. Ese vacío que la había invadido justo antes de desplomarse. La sensación de que el mundo había muerto, de que algo dentro de ella se había apagado. Un vacío que la hacía sentirse inerte, y que le había quitado hasta el frío que siempre la envolvía. Era como… como si de repente, que ella existiese sobre la faz de la tierra hubiese perdido todo el sentido.

A miles de kilómetros, un piano había dejado de sonar. 

viernes, 25 de noviembre de 2011

Una tarde con Shion

- Lo que más me fascina de ti es esa capacidad que tienes de “enamorarte”, de sentirte fascinado por alguien, tanto en el ámbito físico como en el intelectual, de ensalzar a una persona a una categoría de “semi-dios”. Da la sensación de que es una lucha personal por encontrar un amor que finalmente tú mismo rechazas. Las ansias de condensar en un momento de locura el dolor de algo más duradero.
- Exacto, esas personas especiales. Los unicornios. 
- Perlas, se les llama perlas. Esas personas especiales que sólo surgen alguna vez en la vida y que nos dejan un recuerdo infinito. 
- Mi sueño es encontrar a una hecha para mí y ser feliz hasta el delirio. 
- Mis recuerdos con banda sonora…
- Puesto que una vida sin amor, ya sabes…
- Pero tu problema es que tú mismo escapas! Buscas y buscas, y cuando encuentras algo, te da miedo que no sea perfecto, que no sea lo que buscas, empiezas a encontrar defectos, debilidades… Minas tu propia felicidad. Y que lo haga yo, que soy un desastre interior… lo entiendo, ¿Pero tú? Deberías ir parando.
- Lo paso en grande así. Y mientras no encuentro mi media naranja… voy comiendo mandarinas. Y sí, puede que ella me pareciera tan perfecta que dijera… vete. No toques ese cristal perfecto, quizá rompa.
- Tienes miedo. Un miedo atroz. 
- No siempre. Tengo corazón después de todo. Miedo, ninguno. Puedo tener miedo a equivocarme, a ser rechazado. Pero ¿a querer? Nunca.






*Este texto salió de una de esas maravillosas conversaciones con mi "espejo roto", el señorito Shion. ¿Cuándo aprenderemos a callarnos? Aunque, si de esas charlas infinitas sale esto, eso significa que merecen la pena. 

lunes, 21 de noviembre de 2011

Que soy fría...

Que soy fría. Que oculto mis sentimientos bajo historias de ficción. Que le tengo tanto miedo a enamorarme como a que se enamoren de mí, y que cuando tengo la felicidad delante le cierro la puerta, no vaya a ser que entre. También dicen que tengo cara de niña y carácter de mujer. Y sobre todo, que no me callo ni debajo del agua. Que ahogo los silencios con palabras porque me aterrorizan. Y alguna vez también he oído que soy frágil y sincera, o que miento y soy más dura de lo que parezco. Lo irónico es que nada es mentira, pero tampoco puedo decir que sean verdades. Le tengo un miedo, un miedo atroz, a enamorarme, pero lo hago constantemente, de cada palabra y de cada gesto, de cada sonrisa que merece la pena. Huyo de la posible felicidad, pero sólo porque si entra por mi puerta sé que algún día tendrá que marcharse, y prefiero dejarla fuera hasta que tenga un método infalible para no dejarla ir. Tengo cara de niña y carácter de mujer, pero a veces mis ojos se disfrazan de mujer y mi alma prefiere seguir siendo inocente. Soy dura, y soy frágil, me rompo muchas veces pero sé recomponerme, el problema es que alguna vez el pegamento no es tan fuerte como debería. Y hablo, hablo y hablo. No es porque pretenda apagar el silencio. Me gusta la ausencia de palabras cuando están presentes otras cosas, como esas sonrisas tontas que a veces me surgen de los labios sin poder atraparlas. Lo que me da miedo son los silencios sin sentido, y además, tengo cientos de palabras dispuestas a escaparse de mi boca cada dos por tres, porque ya no tienen espacio en mis pensamientos, de tantos que hay. Y, por favor, ¿fría? ¿Fría yo que me derrito con una caricia y me callo con un beso? ¿Fría? Si en cada sonrisa sé inventarme un sueño… Lo que pasa es que, de tanto hacer teatro, una aprende a disimular…


Y al final del día, echarte de menos.

jueves, 17 de noviembre de 2011

Peter Pan

Se negaba a escribir sobre nada que no fuera el amor. Llenaba hojas y hojas de descripciones de los ojos más bellos del mundo, las fragancias más embriagadoras y las pieles más sensuales. De leerlo, casi aprendí de memoria la forma de latir de su corazón. Cuántas veces discutimos sus motivos... Él me echaba en cara que era joven, que ya maduraría, y yo le reprochaba que quisiera ser Peter Pan. Mantenerse en esa juventud eterna, ajeno a la realidad. Se reía y me hablaba con el cariño propio de un amigo, de un hermano y de un amante. Yo sabía que era orgulloso y además, aunque él no lo supiera, leía las palabras ocultas entre sus frases. Me dolía encontrar entre palabras tan cálidas aquella soledad tan fría. Por eso cada vez que los demás se maravillaban con sus versos en prosa, yo me moría un poco de pena. Y se lo decía. En cada historia que escribes, le dije una vez, buscas la felicidad infinita. La perfección. Lo bucólico e irreal. Y en la vida haces lo mismo. Buscas un amor tan perfecto que no existe. Te contentas con autoconvencerte, en cada beso de mujer, de que ése será el definitivo. Y lo idealizas, y te ciegas, y luego tú mismo, ante esa cárcel de perfección que has creado, decides huir. Tienes tanto miedo, tanto miedo a ser feliz, que creas y destruyes una nueva vida en cada amor. Tú pones la primera palabra de cada verso porque así tienes en tus manos el punto y final.

Y sé que se rió, pensando en lo inocente que yo era...

miércoles, 16 de noviembre de 2011

Mayo del 43

               Yo tenía 4 años cuando Israel se fue para no volver aquel Mayo del 43. Se despidió primero de mi osito de peluche, y casi pude ver como el Señor Glotón le guiñaba aquel ojo de trapo oscuro. Ahora, volviendo la vista atrás, me pregunto si fue verdad aquello que vi. Y debió serlo, porque sonriendo, Israel le devolvió el guiño y le rascó la panza. Luego se acuclilló y me cogió entre sus brazos. Yo lloraba. Todavía no sabía por qué. Dejé que el calor de su abrazo me envolviera y disfruté del tacto áspero de sus manos obreras cuando sus dedos corrieron a despeinarme. No te preocupes, sólo me voy de vacaciones, y prometo traerte un regalo cuando vuelva. ¿Tardarás mucho? Israel me besó en la frente y se giró, para que yo no viera que también él lloraba.
                Cuando cumplí los 20 todavía recordaba sus manos. La piel agrietada por el sol y los dedos gastados. Ellas habían sido el amor de mi infancia. Era curioso cómo recordaba cada centímetro de las manos de aquel cantero que luego se haría soldado y, sin embargo, no podía recordar su voz. Desde que se marchó las cartas no llegaron, y con el tiempo todos aceptamos que él también había perdido, en una guerra que no era la suya. Fui creciendo, y un buen día, decidí estudiar para ser enfermera. De pequeña siempre le había curado a él las heridas. Hacía brebajes mágicos de barro cuando se cortaba y de vez en cuando lo acunaba entre mis brazos diminutos. Entre recuerdos y trabajos acabé los estudios y empecé las prácticas en un hospital psiquiátrico. Aquí, me decía mi tutora, viven los que ya no tienen alma ni sueños. Y me susurraba pidiendo silencio, cuando los sin-sueños alargaban sus manos desde detrás de las puertas, como pidiendo una salida. Y entonces vi aquellas manos, resignadas sobre la reja, tarareando con los dedos alguna vieja canción, y más allá unos ojos que habían perdido toda su luz…

jueves, 10 de noviembre de 2011

Los dedos cansados

Ya se hace de noche a las 7… ¿Qué adelantas sabiendo mi nombre? Cada noche tengo uno distinto… Sabina le canta con la voz marchita y la invita a champán. Y ella, cansada, se deja llevar… Peor para el sol… Sí, peor para él que se esconde antes de tiempo. Cierra los ojos y recuerda cómo él le besó hasta la sombra mientras ella hacía un desfile de moda en ropa interior. Debería haberle hecho caso al cantante cuando dijo que, aunque no hay nada prohibido, no vayas a enamorarte. Hay caprichos que una dama no debe tener. Siente frío en las manos y observa las uñas pintadas de furcia barata que dibujan palabras sobre una mesa vacía. Se mira con tristeza los dedos cansados que algún día dibujaron sobre su piel y que ahora se conforman con buscarse debajo de las sábanas. Cuando suenan las últimas notas de aquella canción se le va la fuerza y sólo la recupera cuando una nueva empieza a sonar. Y se dice con cada acorde de guitarra que quizá es hora de dejar los whiskys por la mañana y volver al café. Quizá es hora, cariño, de regresar al tiempo en el que aún no había empezado a ceder. Pero era tan difícil dejar las medias negras y volver a las faldas largas… Tan difícil como que al día siguiente el sol se pusiera a las diez…

miércoles, 9 de noviembre de 2011

Soledad

Soledad camina entre la gente sin mirar a los lados. Con la vista fija en las baldosas de la acera y los hombros ligeramente caídos, aunque no tiene ningún peso que llevar sobre ellos. No tiene maleta, ni nada que se le parezca, y tampoco tiene un rumbo. Se dedica a vagar de un lado para otro, viendo cómo la miran, a veces con tristeza, a veces con desprecio, a veces condescendientes. Ella ya hace mucho tiempo que ha dejado de devolverles las miradas. ¿Para qué? Sólo mira al suelo, sonríe en una mueca y sigue su paso lento, desconsolado. A su espalda, invisible, un saco de ilusiones muertas. 

lunes, 7 de noviembre de 2011

Charlotte

Cuando Charlotte entró por la puerta el mundo se detuvo. Tic, tac. Sonaba un reloj a lo lejos. Las paredes seguían desnudas y ella quiso vestirlas con la mirada. Pero no podía, porque sus ojos también estaban desnudos. Ya no había en ellos aquel manto cálido. Los cerró despacio y sintió como todas las miradas se posaban en su piel pálida. Allí estaba, vacía, expuesta, delante de un mundo que se había parado para recibirla. O quizá no. Quizá sólo la observaban porque era molesta y distinta. Sintió frío.

La joven, vestida de blanco, permanecía de pie en la puerta. Era pálida y sin embargo, tenía el cabello muy oscuro. Había conseguido distinguir, en los pocos segundos en que los mantuvo abiertos, unos ojos azules, avioletados. Sus manos delgadas y frágiles se tapaban la una a la otra, en una lucha inútil por ocultarse de alguna manera. Me pareció tremendamente bella. Sin embargo el resto de los presentes en la sala la miraban con odio condenándola sin conocerla, por ser diferente. Por eso no me extrañó cuando, con un grito, ella salió huyendo por la puerta hacia el exterior nevado.

miércoles, 2 de noviembre de 2011

Ferreiro

Me saludó desde fuera del coche levantando ligeramente la gorra desgastada de alguna marca que ya no existe. Cuando frenamos el coche tosió y miró al suelo, posiblemente deseando por un momento que aquello fuera asfalto y no un camino viejo de tierra seca. Está más ajado. Lo recordaba más joven, un hombre fuerte y callado. Y de repente me encuentro con una cara llena de arrugas, los párpados caídos y la mirada cansada. Lleva puesto un jersey viejo de cuadros, de un color que ya no se puede distinguir y de repente me doy cuenta de la edad que tiene. De que ya no es un niño, ni un joven, ni un hombre. Es una pequeña sombra de lo que fue. Por un segundo la casa de piedra que está a sus espaldas se me define más en el horizonte. Me doy cuenta de las ventanas llenas de polvo, el pasillo oscuro que se adivina detrás de la puerta entrecerrada de madera y de lo vacío que parece todo. Me acuerdo de que vive sólo porque de joven no consiguió pareja, y porque en las pequeñas aldeas encontrar a alguien después de los 30 es una odisea. Mientras lo estudio él habla con mi padre. Sólo oigo pequeños fragmentos de la conversación. El martes… venid a verme… la forja encendida… Su forja, ese gran amor. Un pequeño hueco de piedra y brasas en el que ha pasado toda su vida. Se me hace mágico, y triste, y nostálgico y bello. Cuando el coche arranca y me despido intentando sonreír no puedo evitar preguntarme cómo será su vida. Su día a día. Si conseguirá arroparse sólo por las noches. “O Ferreiro” le llaman. Me doy la vuelta. Él se ha quedado sentado en un muro de piedra, observando una aldea en la que ya sólo vive él, resistiéndose a abandonarla. Recordando toda la vida que hubo, todo lo que fue muriendo. Y lo veo sólo y triste. Y bello.

A todos los “Ferreiros” que aún habitan en las pequeñas aldeas abandonadas en el rural gallego. Porque son un resquicio del pasado, bello y triste, que nunca debería desaparecer. Porque son la única forma de recordarme, cada vez que paso por las puertas semiabiertas de sus casas, que alguna vez aquí hubo una vida, una historia y una cultura.
Por arrancarme una lágrima.