Alguien me dijo un día que Moraima y Breogán eran los nombres perfectos para una historia. Yo no supe creerle. Hasta que un día Moraima se escapó sin pedir permiso de entre mis dedos y tomó consistencia sobre el papel. Y era morena, y preciosa. Y como rezaba su nombre, tenía los rasgos dulces y afilados, árabes. Un día me dijo que se sentía sola, y en un homenaje a mi amigo, el que dibuja nombres, creé a Breogán. Le dije al folio que tenía que ser rubio, de ojos azules, de piel gastada y con las manos curtidas. Era celta, sacado de un pasado orgulloso, y sabía cantar cuando, en las noches de luna, apretaba el frío.
Y así, una reina de Taifas y un guerrero celta, una mora y un gallego, el sur y el norte, se enamoraron. Y ella le enseñó el secreto de las Mil y una noches, y él le contó que en su tierra rara vez dejaba de llover. Qué triste, dijo ella, imaginando un país sin luz. Es el cielo, que llora amores que nunca se cumplieron.
Y pasaron los días y les dibujé con palabras todo un mundo para ellos dos, y por las noches, cuando me invadía esa nostalgia que a veces ataca sin preguntar, me sentaba a ver cómo sus vidas fluían. Hablaban y hablaban, contándose todo lo que sabían sobre el mundo, absorbiendo las palabras y las historias, bebiendo con ojos ávidos cada respiración y cada gesto. Sólo cuando se les acababan las palabras se besaban, largo y tendido, olvidándose de mí.
Un día se me acabó la tinta del bolígrafo mientras Moraima susurraba su primer te quiero. Me desesperé, rasgando papeles con tintas ya gastadas hasta que encontré un lápiz para volver a escribir. Pero ellos ya no estaban. Busqué y busqué, pero Moraima y Breogán, el Sur y el Norte, habían desaparecido tan rápido como, un día, invadieron mi vida.