martes, 20 de diciembre de 2011

Y les dibujé un mundo, sólo con palabras

                Alguien me dijo un día que Moraima y Breogán eran los nombres perfectos para una historia. Yo no supe creerle. Hasta que un día Moraima se escapó sin pedir permiso de entre mis dedos y tomó consistencia sobre el papel. Y era morena, y preciosa. Y como rezaba su nombre, tenía los rasgos dulces y afilados, árabes.  Un día me dijo que se sentía sola, y en un homenaje a mi amigo, el que dibuja nombres, creé a Breogán. Le dije al folio que tenía que ser rubio, de ojos azules, de piel gastada y con las manos curtidas. Era celta, sacado de un pasado orgulloso, y sabía cantar cuando, en las noches de luna, apretaba el frío.

                Y así, una reina de Taifas y un guerrero celta, una mora y un gallego, el sur y el norte, se enamoraron. Y ella le enseñó el secreto de las Mil y una noches, y él le contó que en su tierra rara vez dejaba de llover. Qué triste, dijo ella, imaginando un país sin luz. Es el cielo, que llora amores que nunca se cumplieron.

                Y pasaron los días y les dibujé con palabras todo un mundo para ellos dos, y por las noches, cuando me invadía esa nostalgia que a veces ataca sin preguntar, me sentaba a ver cómo sus vidas fluían. Hablaban y hablaban, contándose todo lo que sabían sobre el mundo, absorbiendo las palabras y las historias, bebiendo con ojos ávidos cada respiración y cada gesto. Sólo cuando se les acababan las palabras se besaban, largo y tendido, olvidándose de mí.

                Un día se me acabó la tinta del bolígrafo mientras Moraima susurraba su primer te quiero. Me desesperé, rasgando papeles con tintas ya gastadas hasta que encontré un lápiz para volver a escribir. Pero ellos ya no estaban. Busqué y busqué, pero Moraima y Breogán, el Sur y el Norte, habían desaparecido tan rápido como, un día, invadieron mi vida. 

lunes, 12 de diciembre de 2011

Si me sacas a bailar...

     El 12 de Junio de 1928, durante las fiestas de San Antonio, Pedro de Paulo sacó a bailar a Carmina, la hija de la costurera. Ella apenas tenía 16 años y él ya había cumplido los 21. Eran los dos jóvenes apuestos pero tímidos, que nunca habían ido a la escuela, y que eran tan ignorantes como puros y dulces. Él, el menor de cinco hermanos, estaba aprendiendo el oficio de zapatero. Ella llevaba enhebrando agujas desde que tenía uso de razón. Aquel día Carmina esperaba sentada en el banco, al lado de su madre, a que algún muchacho la sacara a bailar, y de paso, la librara del aburrimiento. Cuando él se acercó escondiéndose bajo la gorra y le pidió en un susurro que “bailara una pieza”, ella se levantó rápida y dirigió una mirada cómplice a su hermana mayor, mientras rehuía la mirada de su madre. Su canción fue un pasodoble de aquellos lentos que se bailaban “pegados” y los dos disfrutaron los minutos que les estaban robando al mundo. Era la primera vez que Carmina tenía tan cerca la piel de otro joven, y el olor a hierba seca y jabón casero la inundó de a poco mientras bailaba casi ingrávida, flotando sobre el suelo. Algún mechón de pelo se asomaba por debajo del paño y rozaba las manos de Pedro. Sólo la madre de la joven alcanzó a ver, con la vista aguzada, cómo él apretaba un poco más de lo normal a la muchacha contra su cuerpo, para sentir más veces el roce de aquellos mechones huidizos. Compartieron unas cuantas palabras, sobre las cosechas, el buen tiempo, la siguiente romería… Cuando acabó el baile ambos se miraron, sonrojados. Ella sonreía y él se atrevía a mirarla casi a hurtadillas, compartiendo unos segundos de un amor que ni ellos mismos entendían. Se separaron y él le dijo un “hasta luego” suavecito.

    Se cruzaron varias veces en el pueblo, pero ninguno dijo nada. Ella era una muchacha decente, y en aquella época, las mujeres esperaban a que ellos las fueran a buscar. Él tenía miedo del rechazo o de una mala cara, y se contentaba con ver cómo ella pasaba todos los días por delante de la zapatería, llevando cestos de ropa para remendar, de aquí para allá. Lo que él no sabía era que muchos cestos iban vacíos y que Carmina sólo buscaba una excusa para verlo entre las maderas de la puerta vieja de aquella casa.

    Al año siguiente volvieron a bailar e intercambiaron esta vez más palabras, sobre el futuro, la pobreza, los sueños… pero ninguna sobre aquel cariño que sentían. Sobre aquel amor que sin haber nacido los desvelaba cada noche.

    Siguieron bailando durante años en cada fiesta, hasta que ella ya no tuvo edad para mover las piernas como antes lo hacía y él tuvo que emigrar a las Américas.  Ella envejeció sola, rechazando a cualquier otro amor, buscando excusas delante de su madre. Es pobre, no tiene futuro, tiene la cara muy ancha, los brazos muy cortos, el corazón de piedra. Cuando murió su madre, heredó una pequeña casita y las labores de costurera, y se recluyó a una vida a oscuras, en la que su única vista era el ojo de la aguja.

    Un día llegó la noticia de que Pedro de Paulo, el menor de cinco hermanos, hijo del zapatero, acababa de morir allá en Caracas, donde había vivido los últimos años. Moría sólo, hermoso y tímido, y llamando entre delirios a una mujer con pies de gorrión y alma de costurera. Al día siguiente, ella dejó su dedal.



    Cuarenta años después, otro lugar, otra época, una muchacha de piel pálida se preguntaba si no sería ella la que tenía que sacarlo a bailar.