viernes, 6 de julio de 2012

El Rojo


Fue el dia en el que el Rojo, sin venir a cuento, se dejó la pistola en casa.

¿Te acuerdas? No habíamos fumado menos que cualquier sábado, pero estábamos a jueves, y en la calle no había un alma. Sólo estábamos nosotros tres. Tú apenas eras un niño, y empezabas a bajar con nosotros a vender la mercancía para aprender el negocio familiar. Yo llevaba ya algunos años y creía que las tenía todas conmigo. Y el Rojo… bueno, él era un personaje. Con aquel pelo mal cortado y la manía de hablar con la boca semitorcida. Y aún así se las llevaba a todas de calle el muy cabrón… Me acuerdo sobre todo de aquella morenita, Lucía, la de los ojos negros. Todos los días estaba esperándolo junto a la tienda de Manoli, fingiendo que iba a comprar. Pero lo que quería era verlo. Lo miraba con ojos tímidos cuando él pasaba al lado. Y el Rojo, con toda su chulería, le guiñaba un ojo de aquellos verdes suyos  y le susurraba un “hola, cariño”, y ella casi se lo creía.

Alguna vez el Rojo llegaba muy, muy tarde, para vender, y yo siempre le preguntaba dónde había pasado el tiempo. En las piernas de Lucía, me decía, aunque yo sabía que no era verdad, que ella era demasiado tímida. Probablemente había estado en las piernas de cualquier otra de las morenas de aquel barrio de mala muerte.

Lucía… cómo lloró aquel jueves, cuando aquel yonki nos robó la coca y dejó al Rojo tirado en el suelo, desangrándose.

Si el muy cabrón no se hubiese olvidado la pistola…

jueves, 28 de junio de 2012

El puerto


Me llevó allí la primera vez una tarde de verano. Acababa de tomarse un café y su piel olía, como siempre, a aquella mezcla de azúcar y tabaco. También olía a sol.

Bajamos del coche y me llevó sin palabras hacia el puerto. Le llaman puerto, pero realmente no es más que una cala con un remanso de agua tranquila y piedras blancas. Las cuerdas se arrastraban por la arena desde las rocas del fondo, siguiendo de vez en cuando el movimiento de las barcas. Había nada más seis o siete, de diferentes colores: rojas, azules, verdes, blancas… y realmente eran dignas de una foto. El cielo azul claro, el mar con el sol brillando de fondo, las piedras blancas y las barcas de colores. Yo quiero vivir aquí, pensé. Pasarme las horas sentada al sol, viendo nada más las barcas mecerse y escuchando el sonido de las olas. Quiero tener una casa pequeñita y de color claro y que, en verano al abrir los ojos, el mar me reciba desde el otro lado de la ventana. Pensé en futuro. Y también pensé en el pasado. En mi pasado y en el suyo. En todo lo que significaba aquel puerto. En ese silencio absoluto. Y en medio del silencio eché de menos cientos de cosas, de instantes, y también a muchas personas. Mis pensamientos se deslizaban de uno a otro, meciéndose suavemente como lo hacían las barcas. Y un segundo sentía una felicidad absoluta y al siguiente la tristeza más honda. Y permanecí callada durante minutos y minutos, yo, que no me callo ni debajo del agua y que disparo palabras cada segundo. A él le extrañó, me dijo que no estaba acostumbrado a ese silencio, y me preguntó el por qué. No lo sé, esto es precioso. No le mentí. No hubiera sido capaz de decirle todo aquello en lo que pensaba. Se acercó a mí y me rodeó con un brazo, mientras me besaba suavecito el hombro desnudo. Y al pasado, y al futuro, se le unió de repente aquel presente tan perfecto. Aquel momento en el que por unos minutos, lo tenía todo. Sonreí y me apoyé en él, dejando que el silencio siguiera su curso.

Supongo que fue la inmensidad del mar.



*Reflexiones de un instante, de ESE instante, en el blog http://confesionesdeuncangrejoemocional.blogspot.com.es

lunes, 14 de mayo de 2012

Con el paso de los años


Él la conoció cuando tenía apenas 20 años. Pasaron un par de veranos juntos, se enamoraron, se casaron, tuvieron hijos, envejecieron, se jubilaron. Aderezado con unas cuantas discusiones, problemas para pagar la casa, un hijo rebelde y amigos del club de la tercera edad que le dan de comer a las palomas en el parque. Fueron felices. 

Entonces su cuerpo empezó a decirles que era hora de ir parando. Que ya habían robado demasiados minutos al tiempo. Ella se rindió antes. Dejó que poco a poco su memoria la fuera abandonando. De un día para otro empezó a ver cosas que no existían, olvidó los nombres de sus nietos y su mirada perdió la dirección. Una mujer orgullosa, bella y digna quedó reducida a un ser inerte en una silla de ruedas. Él, mientras tanto, la cuidaba como el primer día. Pese a las peleas, las discusiones, su carácter ácido y pese a su propio cuerpo, que empezaba también a cansarse. Verlos reencontrarse, después de tres días separados por culpa de un hospital, es una de las cosas más bellas que he visto. Ese cariño que se mantenía ahí, pese a los años, o mejor dicho, gracias a ellos, cada vez más puro. Ver cómo él le daba un beso, haciendo acopio de las pocas fuerzas que le quedaban. Cuando ella finalmente se dejó ir, el mundo pareció mucho más gris. Él perdió la facultad de ver lo blanco, lo negro, los colores y las luces. Donde antes había vida ahora había solamente un vacío inmenso. Lo vi llorar y se me partió el alma. Era un llanto de dolor, de rabia, de resignación. 

Sin embargo, él luchó por su vida. Fue a buscar el carácter y la fuerza que había tenido en un pasado y de allí, de un rinconcito de su corazón, lo sacó todo. Hoy, mientras pasea de un lado para otro, farfullando de vez en cuando con esa voz de viejo gruñón que tanto me gusta, me pregunto qué piensa. Si la recuerda. Luego me reprocho a mí misma. Claro que sí. Simplemente, con el paso de los años, uno aprende a ver la vida de otra manera. Deja de lado los llantos para dejarle sitio a un dolor mucho más puro, tan puro como el amor que antes sintió. Me fijo en que él siempre se sienta ahora en el mismo sitio del sillón. El otro, obviamente, sigue siendo de ella. 

martes, 27 de marzo de 2012

Pájaro sin alas

Pepe tenía apenas 7 meses cuando su madre decidió dar a luz. Nació pequeñito, débil, con los ojos entrecerrados y un grito en la garganta. Ella, que no llegaba a los veinte, se las arregló como pudo para cuidarlo. Lo escondió entre mantas y mantas, y pasó encamada un mes, dándole todo el calor que su cuerpecillo diminuto necesitaba.

Pepe era el menor de una familia de muchos hermanos, como todas las que había aquí en Galicia en los años treinta, y fue siempre el niño mimado. El pedazo de queso más grande, la taza de caldo menos aguada. Además, era el segundo hombre en una familia llena de mujeres, y todas ellas lo cuidaron casi como madres. Pepe creció fuerte, robusto, de sonrisa fácil y con una ingenuidad que sólo da la vida con las esquinas acolchadas. Vivió siempre al cuidado de sus hermanas, y poco a poco y casi sin querer, los años fueron pasando por encima de sus pies. Emigró a Venezuela, trabajó, tuvo novias y amantes… pero nunca asentó la cabeza.

Ahora, a sus setenta y muchos, a veces sus ojos tristes lo delatan. Sigue siendo un niño de sonrisa fácil, pero se puede ver que en su vida también ha habido baches. Quien dice baches, dice vacíos. El de un amor. El de la libertad. El de madurar. Y sobre todo, el vacío de no haber decidido nunca su propia vida. El vacío de haberse sentado en un taburete de madera, al lado de la lareira, a verla pasar por delante.

Cuando ayer me llamó desde el hospital, con la voz quebrada del miedo, me recordó a un gigante que nunca creció. A un pájaro sin alas. Y sin embargo, cuánto le hubiera gustado volar… 

viernes, 16 de marzo de 2012

Diego

Diego se sienta entre los estantes de la biblioteca y, al cruzar las piernas, eleva el pantalón de pana oscura. Chanclas de cuero y calcetines Nike presumiendo de logotipo. Un guiri que dirá la gente.

Lo veo devorando los libros desde detrás de sus gafas de pasta y me pregunto que qué les importa. Que lo dejen en paz. Porque Diego se escabulle entre los libros y a él sí que le da igual, porque el mundo desaparece. O más bien, aparece, un o nuevo en cada libro. Diego se esconde entre letras que le permiten soñar. Que le dan la oportunidad de ser un héroe, un villano o una princesa. La oportunidad que la vida no le dio.

Porque Diego, con gafas de pasta, pantalón de pana y chanclas de cuero en pleno invierno, vive con cuarenta años en casa de mamá.

Y a veces se pregunta por qué el mundo no se deja querer como lo hacen los libros. 

lunes, 27 de febrero de 2012

Country sobre la alfombra

Dejó la habitación a solas y huyó al pasillo. Se dejó caer, como lo hacía siempre, encima de la alfombra, y se limitó a respirar hondo. El mundo no existía ahí fuera. Al menos, él no quería que existiese.
La puerta seguía entrecerrada, y casi podía oler los restos de la noche. El alcohol que aún le embotaba la cabeza, el sudor. Oyó aquella respiración de nuevo y la cabeza le dio vueltas. ¿Qué había hecho? Lo último que recordaba era la discusión con Ana, cuando ella le había echado en cara que era un inútil. Que no servía para nada. Que hacía mucho que ya no lo quería. Y aquella impotencia… Sabía que había bajado al bar, y de ese a otro… y a partir de ahí los recuerdos se nublaban.

As she´s walking away… Zac Brown Band sonaba en el radiocassette que había en la habitación, amortizando la respiración de aquella desconocida que aún dormitaba sobre su cama. Era morena, de gesto cansado, estaba completamente desnuda sobre su cama, y lo más importante, estaba seguro de que no la había visto nunca antes. Intentó recordar todos sus rasgos sin volver a asomarse a la habitación, por si había algo conocido en ella, algo que se le hubiera pasado. Pero no había nada.
La canción acabó de golpe y se oyó un gruñido. Salió desnuda al pasillo y lo miró sorprendida. Estaba todavía desnudo, tirado sobre la alfombra.

-¿Una mala noche?- Le sonrió desde detrás de la melena despeinada.

- Dímelo tú.

Se agachó delante de él y lo besó en los labios, con cariño. Luego fue hasta la cocina y abrió el cajón de los cereales, como si lo hubiera hecho cientos de veces. Tarareaba la canción country que había sonado en la radio y se movía de un lado a otro de la cocina, preparándose el desayuno. Él la miró de nuevo. ¿Qué estaba pasando?

Ella le preparó un zumo de naranja con unas galletas. Como siempre hacía.

¿Cómo siempre hacía? ¿Qué coño estaba pasando?

martes, 14 de febrero de 2012

Un 14 de Febrero y la vieja loca de los gatos

Ella lo había querido durante años.

Le había inspirado las canciones más bellas y las historias más tristes. Durante todo aquel tiempo, se había dedicado a soñarlo sentada en su sofá, escribiendo y escribiendo. Y aquel 14 de Febrero, cuando se despertó, se dio cuenta triste de que su ático estaba lleno de hojas. Cientos de historias inacabadas, poesías aquí y allá. Casi no había un hueco que estuviera vacío de él. Estaba en la puerta de la nevera, junto a los post-its que decían “comprar leche”, y encima de la mesa, mezclado con todos aquellos regalos sin abrir. Se levantó y los acarició, uno por uno, recordando cada año que los había comprado y cómo nunca se había atrevido a mandárselos. Se miró en el espejo. “Yo seré la vieja loca de los gatos”, había dicho riéndose cuando de joven, le tenía miedo al compromiso, e iba viendo como sus amigos se hacían felices formando parejitas. Miró con tristeza a su reflejo. Allí estaba, más vieja, menos sonriente, hundida en sus propias cavilaciones. Le había dado tanto pánico enamorarse que había huido de cada oportunidad, y a cambio, se había dedicado a soñar despierta.

En la calle sonaba una canción romántica, y cuando se asomó a la ventana pudo ver a un chico que, desde el coche, le ofrecía a una joven un ramo de flores. Qué cursi. Y qué envidia…

Lo recordó. Su piel morena. Su forma de bailar. La sonrisa absurda y todas sus imperfecciones, tan perfectas. Lo nerviosa que la había hecho sentir cada vez que estaba cerca.

Y también recordó que, el día en que todo se hizo perfecto, ella había huido. Se había escondido en sí misma, alejándose de él, pese a sus súplicas, a su cariño. Aquel amor le dolía, la asustaba, y ella, cobarde (siempre tan cobarde), se hizo un ovillo y desapareció. Luego, cuando él desistió, ella se dio cuenta de cuánto lo echaba de menos.

Y pasaron los años. Y ella lo soñó casi tanto como respiraba, y él la echó de menos casi todavía más. Pero ella nunca volvió a aparecer, pese a todo lo que él la había buscado.

Ella seguía allí, acurrucada entre las mantas, cuando oyó sonar el timbre. El corazón se le paró y pensó por un instante que todo había cambiado. Que ella no había sido una idiota, que había dejado de soñarlo para dejarlo entrar en su vida, que él había vuelto con una sonrisa.

Corrió hacia la puerta y abrió la mirilla.

Las notas de un piano sonaron a lo lejos, tocando una canción de Willie Colón…

lunes, 6 de febrero de 2012

Y les dibujé un mundo, sólo con palabras (parte II)

                Desde el día en que perdí a Moraima y a Breogán con la tinta de un bolígrafo gastado, me pregunté cien veces qué había sido de ellos.  Leí las Mil y Una Noches, por si Moraima, de tanto amar la historia, había acabado en ella, y un día de temporal en A Coruña, miré al mar desde la Torre de Hércules, buscando a Breogán entre las olas. Pero no quedaba de ellos ni una sola palabra.

                Me di por vencida y viví años olvidándolos. Llegué a creer que nunca habían existido, que mis ojos sólo los habían visto en sueños. Y un día, el cielo llovió hasta casi deshacerse.

                Me encerré en casa y cogí un folio en blanco. Y allí, esperándome como si nunca se hubiera ido, estaba Moraima. La vi más gastada, más triste, con sus rasgos tan dulces casi borrados. Quise escribir que sonreía, pero las palabras se negaban a salir.

- Llueve tanto… Un día, él me dijo que aquí el cielo lloraba por amores que nunca se cumplieron…

                Le pregunté por él y Moraima enmudeció. Se instaló en mi cajón y pasó meses negándose a hablar. Se hundió en sus recuerdos y llenó mis páginas de los ojos celtas de Breogán.

                Un año después el cielo volvió a deshacerse, y Moraima salió del cajón para sentarse en la ventana. Mirando al mar, suspiró.

- Yo le enseñé a seguir sus sueños, a convertir un segundo en Mil y Una noches. Y, ¿sabes? Un día me dijo que su sueño era llegar al mar.

                Moraima se giró reprochándome su pérdida con los ojos.

- ¿Por qué nunca nos dijiste que estábamos hechos de papel?

- - -

Tiempo después, las olas de Riazor me bañaban la piel, y me acordé de Breogán y de sus sueños, de cómo algún día la tinta que lo dibujaba se diluyó entre el agua del mar…

martes, 31 de enero de 2012

Miguel apagó la luz y ella pudo ver el mar. Las crestas blancas de las olas rompiendo en la arena y el infinito vacío que se extendía más allá.

-¿Qué es aquella luz?- Se lo preguntó con la inocencia de una niña. Siempre le preguntaba todo porque sabía que él tenía todas las respuestas.

- Es un faro, cariño. – Sonrió.

Los dos se acordaron de aquel momento, meses atrás, en el que ella le había preguntado si aquella luz en el cielo era un avión. Él se había reído, contestándole que era un satélite. Conversar acerca de las luces en el cielo les había ayudado a olvidarse por un momento de que aquello era una despedida. Y ahora, meses después, con él otra vez allí, ella volvía a las andadas.

 Cuando estaban juntos siempre conversaban de todo. Y cuando digo todo, me refiero a todo. Hablaban de faros, de luces, de patatas fritas, de emigración, de guerras, de dudas, de nostalgias.  Le daban la vuelta al mundo y luego volvían a la sencillez. Era como un juego.

Los dos se quedaron en silencio, escuchando una canción triste que sonaba bajito.

- ¿Nunca has sentido nostalgia y no has sabido de qué?- Ella nunca aguantaba demasiado el silencio, aunque con él solía hacer una excepción. Le gustaba estar los dos juntos, callados, simplemente disfrutando del momento y guardándolo para el recuerdo. Pero en aquel momento necesitaba hacerle aquella pregunta, compartir con él, el único capaz de entenderla, su gran duda.

- Claro niña.

Asintieron.

-Últimamente la tengo casi constantemente. Esa sensación de que falta algo. Y lo peor de todo, es no saber el qué, no poder soñar despierto para remediarlo. No saber qué es lo que tiene que llenar ese vacío.

Él la miró con cariño y suspiró. A veces era tan difícil explicarle el mundo…

Y Alicia, a sus veinte años, disfrutó de la sensación de ser una niña. Podía serlo si era con él. Y también podía ser adulta. Irresponsable. Madura. Agria, dulce, habladora, inconsistente. Podía hablar de mil y una cosas o permanecer en silencio.

Porque con él, todos sus momentos eran recuerdos con banda sonora. 

viernes, 20 de enero de 2012

Color viejo

-Trae el melón con jamón!

Lo grita una voz de mujer desde el fondo de las escaleras y yo sonrío. Empiezo a bajarlas y sé que ella estará en la cocina que hay en la parte de debajo de la casa, ultimando los preparativos para la comida familiar. Él estará jugando a las cartas con su cuñado y fingiendo enfadarse. El balancín en forma de sillón que hay en el jardín espera por mí, y no veo la hora de que llegue la hora de la merienda para meterme en la piscina…

Años después ella ya no está. El balancín está oxidado y ya nadie usa la piscina, porque el dolor de espalda y el vivir sólo le han quitado las ganas. La casa se siente vacía y fría. El pasillo está más oscuro y en la cocina se acumulan cientos de cosas poco útiles. El garaje es un almacén más que otra cosa, y las telarañas crecen aquí y allá. Yo, que ya no me acuerdo de aquellas tardes de infancia en las que todavía todo tenía color, digo convencida que esa casa siempre ha sido fría y triste y mi madre me responde con tristeza que no, que hubo un tiempo en que estaba viva. Me habla de tardes de ir a la playa y de cenas con vino y melón con jamón. La escucho mientras me cuenta  cómo fueron pasando los años y de repente dice una frase que me inspira a escribir: Las casas, con los años, van llenándose de cosas que nunca hubiéramos tenido y de recuerdos de hace tiempo, y poco a poco sin que nos demos cuenta, van adquiriendo un color a viejo, a triste. Mi memoria fotográfica me trae escenas de una cocina de madera llena de comida y gente de aquí para allá, sonriendo y cotilleando, tarareando alguna canción pegadiza. Cuando abro los ojos me encuentro una pila de cacharros abandonados en la encimera, cosas por aquí y por allá, una mecedora y un juego de mesa todavía sin abrir. Las paredes y las cosas me ahogan y me doy cuenta de ese “color” viejo, de que en cada esquina hay algo que te demuestra que los años pasaron y que ellos, ahora sólo él, ya no son lo que eran. Y  lo veo a él que dormita desde el banco de detrás de la mesa y me inspira una infinita ternura. Abro la nevera y, casi sin pensarlo, empiezo a cortar una rodaja de melón. 

lunes, 16 de enero de 2012

Lucía

Bum.

Bum.

Bum.

Los golpes en la puerta se oían distantes. Uno detrás de otro, con cinco segundos de diferencia entre cada golpe. Era una amenaza. El que estaba detrás de la puerta controlaba la situación, y golpeaba una y otra vez, con calma, sin prisa, como queriendo decir “No importa cuánto tarde, sabes que voy a entrar”. Ella esperaba sentada en una silla, mirando fijamente a la puerta. Ése era su mensaje: “Tranquilo, estoy esperando”.

Oyó risas al otro lado de la habitación. Primero se sobresaltó, pero luego se dio cuenta de que había dejado abierta la ventana que daba al patio de luces. Serían las chiquillas del cuarto. Torció la cara en una sonrisa. Ellas estaban allí, a menos de diez metros, ajenas a todo aquello. A las vidas que se acababan. Al negocio. A los destinos que cada uno se busca sin saberlo.

Bum.

La madera de la puerta estaba empezando a ceder. Se resquebrajaba. Y a Lucía se le ocurrió, en un arrebato literario y metafórico, que era una alegoría de su vida. Tanto tiempo allí, firme, dura, siendo parte del camino, el lugar por el que todos pasaban y en el que ninguno permanecía, y ahora, poco a poco y sin que pudiera hacer nada, se resquebrajaba.

Bum.

Se acomodó en la silla y se peinó. Cogió el bolso y sacó el pintalabios. Si iba a morir, se dijo, quería hacerlo guapa. Volvió la vista hacia la puerta de atrás. Sería tan fácil huir… Pero ¿para qué? Si, al igual que la puerta, su lugar estaba allí y no tenía a donde ir…

Bum.

La puerta, y Lucía, acabaron por ceder.

domingo, 8 de enero de 2012

Un poeta que nunca supo escribir

- El caso es que nunca tuve el valor de dejarme llevar.

Álex sonríe de forma triste y me clava los ojos verdes que tantas cosas han visto. Yo aparto la mirada, porque a veces veo mucho más de lo que quisiera en esos iris. Y él, en una pausa que se me hace eterna, enciende el cigarro y se lo lleva a la boca.

- Ya ves niña, tantos años, tanto carácter y tan poco valor. La verdad es que ladro mucho más de lo que muerdo, y sé bastante menos de lo que cuento. Soy un poeta que nunca supo ni escribir. – Bocanada de humo- Y aún así, aquí me tienes, disfrutando de lo que llevo puesto. Vosotros los jóvenes ya no sabéis hacerlo…

Incluso habla en verso, aunque él no lo sepa. Tiene los ojos cansados y los párpados caídos. Arrugas en la comisura de la boca y alrededor de la mirada, no se sabe si de tanto reír o de tanto llorar. Como todos los jueves, está esperándome en el banco del parque, con un perro pequeñito, tan gruñón como él, tirado a sus pies. No nos conocemos. Ni siquiera sabe cómo me llamo. Un día me senté en el banco de enfrente y él simplemente dijo: Hola, soy Álex. Y sonrió. Recuerdo haberme extrañado porque tuviera un nombre tan joven, con la de años que reflejaban sus canas. Desde entonces me siento todos los jueves en el mismo banco, y sin responderle, escucho lo que me cuenta. Hoy me ha hablado del amor que nunca conoció. Y ahora, con el cigarro consumiéndose entre los dedos, mira hacia el horizonte, perdido. A veces pasa y ya no puedo recuperarlo. Simplemente se va, a algún sitio donde su memoria lo acoge y lo acuna, y se queda en silencio hasta que me marcho. Pero hoy vuelve, con un par de parpadeos nerviosos.

- ¿Alguna vez has conocido el amor, niña?

Y casi contesto. Pero para qué mostrarle mi voz, si por ahora, sus monólogos son los únicos que realmente cuentan.