Fue el dia en el que el Rojo, sin venir a cuento, se dejó la
pistola en casa.
¿Te acuerdas? No habíamos fumado menos que cualquier sábado,
pero estábamos a jueves, y en la calle no había un alma. Sólo estábamos
nosotros tres. Tú apenas eras un niño, y empezabas a bajar con nosotros a
vender la mercancía para aprender el negocio familiar. Yo llevaba ya algunos
años y creía que las tenía todas conmigo. Y el Rojo… bueno, él era un
personaje. Con aquel pelo mal cortado y la manía de hablar con la boca
semitorcida. Y aún así se las llevaba a todas de calle el muy cabrón… Me
acuerdo sobre todo de aquella morenita, Lucía, la de los ojos negros. Todos los
días estaba esperándolo junto a la tienda de Manoli, fingiendo que iba a
comprar. Pero lo que quería era verlo. Lo miraba con ojos tímidos cuando él
pasaba al lado. Y el Rojo, con toda su chulería, le guiñaba un ojo de aquellos
verdes suyos y le susurraba un “hola,
cariño”, y ella casi se lo creía.
Alguna vez el Rojo llegaba muy, muy tarde, para vender, y yo
siempre le preguntaba dónde había pasado el tiempo. En las piernas de Lucía, me
decía, aunque yo sabía que no era verdad, que ella era demasiado tímida.
Probablemente había estado en las piernas de cualquier otra de las morenas de
aquel barrio de mala muerte.
Lucía… cómo lloró aquel jueves, cuando aquel yonki nos robó
la coca y dejó al Rojo tirado en el suelo, desangrándose.
Si el muy cabrón no
se hubiese olvidado la pistola…